Alguna vez pensamos que Pablo Neruda era una construcción gigantesca y emblemática, una especie de represa soviética de hormigón y de acero indestructible. Nos hablaban de él en términos trascendentales, pero no sabíamos bien qué nos estaban diciendo específicamente. Neruda nos llegó como las supersticiones y los mitos. Su preponderancia se daba por descontada.
El fenómeno es complejo, por cuanto las figuras nacionales se van armando por muchos conductos, en tiempos distintos. Es un misterio total el hecho de que algunos escritores valiosos no logran rendir para las multitudes, y otros —independientemente de su valor— pasan súbitamente de un anonimato relativo a la condición de monstruos o de ídolos.
Adolfo Couve consideraba que la verdadera fama literaria de un autor estaba en que sus libros se vendieran en los cajones de San Diego a precio de huevo. Creía que había una forma de permanencia de la escritura en la vida real: que esa simbiosis de la vida y de la literatura era posible.
Me parece que para la generación del 50 —usando la expresión de la manera más amplia posible—, Neruda fue importante de una manera profunda. Particularmente la indagación existencial de Residencia en la tierra. Para los jóvenes de esos años había en sus textos una forma de disponer el lenguaje que en parte no había sido intentada anteriormente, manteniéndose al mismo tiempo a una distancia visible de la tradición poética occidental. A la emoción del vértigo poético añadía una especie de función oracular de las palabras en relación a la vida de sus lectores.
En las últimas marchas feministas vimos que a Neruda lo están descartando del espectro cultural chileno. En un nivel de expresión muy básico —carteles y consignas— se lo propone como abusador y abandonador, apelando a dos episodios de su vida. Alguna vez lo encontré en un portal argentino de “grandes violadores de la historia”. En una réplica de la portada del Sargent Pepper's de Los Beatles hecha con próceres del pop local —diseñada como publicidad de la opción Apruebo— Neruda no está. Son muchas caras minúsculas y puedo haberme perdido en ellas, pero lo busqué hasta donde me dio la paciencia y no estaba. ¿Será que al plantearlo como ícono de nuestra cultura, los diseñadores se habrían ganado un problema con grupos de presión?
A mí me parece injusta la actual animadversión activa con Neruda. No siento demasiada simpatía por él, pero no suscribiría la maniobra de borrarlo del mapa o de sacarlo de la foto.
Ahora pienso que hay formas de elevarse públicamente y de caer en desgracia que son propias de los totalitarismos. Quizás la repulsa a Neruda tenga que ver con un asunto de esa índole. Recuerden que los manifestantes del estallido de octubre querían imperiosamente derribar estatuas, como si estuvieran en un mundo de purgas y de persecuciones ideológicas.