El coronavirus irrumpió y se propagó en Europa, siguiendo casi la misma senda que la “Peste Negra” en 1348. La peste entró por Sicilia, el actual virus, por el norte de Italia. Después el virus ha seguido un patrón muy similar al de la peste, que arrasó primero a Italia y casi simultáneamente a España y Francia, golpeando algo después a Alemania, para finalmente alcanzar a Inglaterra. No es mera coincidencia: la Europa del siglo XIV también estaba “globalizada” y ciertos elementos estructurales de comercio y movimientos de población de aquella época perduran hasta hoy.
Desde luego, hay diferencias muy relevantes entre uno y otro episodio. La Peste Negra, se estima, habría aniquilado a más de un tercio de la población europea; el actual virus, se espera, se ubicará en un rango de dos órdenes de magnitud más bajo. Pero la principal diferencia está en lo por venir. La Peste Negra nunca desapareció del todo; los rebrotes continuaron asolando distintas partes de Europa por los siguientes trescientos años. En el presente caso en cambio, con toda probabilidad, para fines de este año ya habrá una vacuna efectiva. Tenga esto en mente: el virus actual será derrotado; difícilmente se prolongará más allá del presente año. Esa es la buena noticia. Pero hay otras menos tranquilizadoras.
En el siglo XIV, los tiempos de propagación se medían en meses: la peste tardó casi un año en pasar de Italia a Inglaterra. Hoy en cambio, producto de la gran conectividad, la propagación se mide en días, acaso semanas a lo más. El resultado es una sincronización global casi perfecta de la epidemia.
Por lo mismo, las consecuencias económicas alcanzarán magnitudes sin precedentes. Valga la imagen, el mercado financiero ya se contagió. La volatilidad y las caídas de títulos accionarios superan todos los registros conocidos. Muy llamativamente, en las jornadas más recientes, al tiempo que caen las acciones, también caen incipientemente los bonos, comenzando a afectarse mercados tan vitales como los títulos de deuda del Tesoro Americano y el fondo de corto plazo. La huida no es desde las acciones a los bonos, lo que sería una “corrección normal”; la huida es hacia caja, hacia el dólar.
¿Por qué, si la crisis sanitaria será transitoria, observamos tamaña fuga hacia la caja? La explicación es que el mercado está anticipando una caída de enorme magnitud en el sector real de la economía. Y no se trata solo de las líneas aéreas y los restaurantes. Ya lo hemos visto en China, con una contracción de 13,5% del producto industrial en los dos primeros meses del año. Quien quiera sobrevivir al shock para contarlo, tiene un solo camino: blindarse con caja. De ahí los infructuosos intentos de los bancos centrales por calmar al mercado. En jerga técnica, la política monetaria se vuelve fútil porque los esfuerzos por aumentar la liquidez se ven frustrados por una contracción del multiplicador bancario y la aversión a otorgar créditos. En buen chileno, la cosa no funciona porque todo el mundo guarda la plata bajo el colchón.
“En las trincheras todos son creyentes y en las depresiones, todos keynesianos”, suele decirse. Agotada la política monetaria, toca emplear la fiscal, como ya se avizora en todos los países, Chile incluido. Si bien no se evitará una aguda desaceleración mundial, o incluso una recesión, al menos será un paliativo para los trimestres que se avecinan.
Hasta ahí los efectos de corto plazo, comunes a todos los países. Los de largo plazo, en cambio, dependerán de cada realidad.
Pandemias graves como la actual tienen efectos de largo plazo en todos los ámbitos. La Peste Negra contribuyó a sentar el germen de la modernidad en Europa occidental. En efecto, la escasez de mano de obra que sucedió a la peste elevó el valor del trabajo relativo a la tierra, creando un incipiente mercado laboral y reduciendo el poder señorial a favor del Estado-Nación. En Europa del Este, en cambio, la misma escasez de mano de obra generó una involución, reforzando el señorío local y la servidumbre de la gleba, lo que explica el posterior retardo de esta región en comparación con Europa Occidental. La lección es importante: los efectos de corto plazo son similares, pero los de largo plazo pueden diferir grandemente, según cómo cada sociedad responda al desafío, porque las dinámicas históricas son no lineales.
Lo que nos trae a Chile. Como en el resto del mundo, el virus se propagará, causando dolor, muerte y dislocación productiva. Pero nos ha venido a visitar cuando ya estábamos enfermos de otro: del desorden social rampante. Un pensamiento lineal sugeriría que un estrago se sumará al otro y las consecuencias de largo plazo serán aún peores. Pero podría ser que no. La violencia anarquista, por temor a la muerte, se ha replegado a su guarida. Veremos entonces, mientras dure el virus, al Parque Forestal como lo que era. Si nos aventuramos por la Alameda, podremos hacerlo sin temor. La reclusión en familia, quizá, nos ayude a limar diferencias generacionales. Las trágicas consecuencias del turismo en cruceros y viajes al exterior, quizá, nos hagan mirar con nuevos ojos las bellezas de nuestra patria. Quizá entonces, por este vericueto trágico del destino, volvamos a valorar el país que alguna vez tuvimos y, entre todos, lo volvamos a cuidar como corresponde.