Primero fue incredulidad. “Somos un país tan lejos de todo, aquí no llega”, “esto de estar al sur del mundo tiene sus ventajas”… Después, esa sensación como de una cierta inmunidad mágica: “A los míos no”. Pero la ola comenzó a llegar cada vez más cerca. Ya no es solo China, es también Europa, tan fuerte y admirada… Se cierran fronteras, se encierra la gente, y mi hija estudiando en París… ¡Maldito virus!
Y, en lo que pareció un instante, llegó aquí, a esta sociedad ya golpeada. Se apareció el pánico.
En mi mente comenzaron a pasar imágenes como en una película. Personas deambulando a tropezones, golpeándose con los postes. Sumidas en su propia oscuridad, las abandonaban a su suerte en un hacinamiento enclaustrado. En la historia de José Saramago lo que se contagia es la ceguera. “Creo que nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que viendo, no ven”, escribe el nobel en su “Ensayo sobre la Ceguera”.
Y me invadió una tristeza profunda, por todo y por todos. Pero duró poco, porque desde ventanas y balcones surgieron los cantos, los bailes y las bromas para levantarse el ánimo. A “¿Lo ves? Lo veo” incluso jugaban, a gritos, los vecinos en una ciudad de España, obligados a encerrarse. Escuché el eco de los aplausos que estallaron entre edificios y calles en muchos lugares del globo, agradeciendo a quienes cuidan a los enfermos.
Las vilipendiadas redes sociales, que tantos mensajes agrios transportan, ahora son un buen mensajero. Nos acercan imágenes lejanas de cómo la humanidad aparece cuando un insignificante microbio detiene el tiempo, los hábitos y la costumbre.
El virus obliga a alejarse de los otros, a no tocarse, a no abrazarse. Algo que las sociedades modernas ya practican —pienso— no debería costar tanto. Hace tiempo que muchos dejaron de ver al otro. En la calle, en el auto, en la micro; cada uno en lo suyo. ¡Qué contradicción! Ahora cuesta tanto no tener a la mano el calor de la cercanía.
Y sí, no soy ingenua, el virus también estimula en otros tantos una fiebre de irresponsabilidad y egoísmo. Como los que no cumplen la cuarentena porque no se sienten enfermos. Los vemos también en los supermercados, en las farmacias; actitudes conocidas que parecen ser costumbre.
La diferencia ahora es que este bicho hace imposible invisibilizar a los demás, o peleamos todos o no salimos de esta. Por más que la vida moderna nos separe, esta realidad nos reúne —aunque con un metro de distancia— y nos muestra que no se puede ser sin los otros.
Oí en el supermercado a un joven hablando con su madre por teléfono: “No, mamá, llevaré solo dos, porque no voy a dejar a la gente sin nada”.
El virus tiene al mundo patas arriba. Este ser diminuto ha logrado que los países, sean ricos o pobres, se unan en una sola guerra; que aprendan unos de otros y busquen una salida en colaboración. En Chile, oír a políticos y dirigentes sociales estar de acuerdo en algo ha sido un bálsamo para la desgastada paciencia de los votantes.
Pero han sido las personas comunes y corrientes, con su responsabilidad y su trabajo, sus gestos y su solidaridad, las que han dado el ejemplo. En medio del dolor, siempre aparece la humanidad, y nos damos cuenta de que no se ha perdido.
Mi deseo es que se contagien todos, no con la carga viral de este nuevo microbio, sí con algunos de esos efectos secundarios. Y que el contagio perdure.