En diciembre pasado tuve que leer unas palabras en un acto organizado por la legislatura de la ciudad de Buenos Aires. El texto terminaba así: “Hice mis primeros trabajos como periodista a principios de los años 90. Por entonces, tenía una computadora que me había costado tres salarios del periódico en el que trabajaba, que era
Página/12. El mejor vino que podía comprar era el peor vino que vendían en el supermercado chino. A menudo comía arroz y sardinas enlatadas. En mi heladera había, a veces, media rodaja de limón. Otras, ni siquiera eso. No vivía en la miseria, pero tampoco en la abundancia, y abrirse camino en el oficio resultaba difícil. Pero era ambiciosa, y estaba lo suficientemente excitada y hambrienta como para no soltar mi presa, equipada con dosis incandescentes de entusiasmo y curiosidad. Y escribir era, todo el tiempo, pánico, vértigo, incertidumbre, dudas, zozobra: pura intemperie. Ha pasado tiempo desde entonces. Ahora tengo tres computadoras, puedo pagar buenos vinos, y a veces me proponen más trabajo del que puedo aceptar. Si pudiera pedir algo, pediría que, por los años de los años, todo sea como fue al principio. Que escribir sea siempre, como fue entonces, escribir a la intemperie. Porque es ahí, en esa duda, en esa zozobra y en esa precariedad, el único sitio donde puede vivir la escritura sin ahogarse como un pobre animal demasiado cómodo pero sin oxígeno”. Cuando terminé de leer, la que se quedó sin oxígeno fui yo porque descubrí, al fondo de la sala, a mi amigo Sergio, a quien hacía años que no veía. En el acto me entregaban un reconocimiento y los legisladores me habían sugerido que invitara a amigos y conocidos. Avisé a muy pocos, entre ellos a Sergio. Al verlo sentí de inmediato lo mismo que a mis ocho o nueve años, cuando veía a mis amigas aparecer por la esquina de mi casa: un entusiasmo atolondrado, la promesa de la felicidad. Lo conocí en los años 90, colaboraba en el medio del cual yo era redactora. Teníamos la misma edad, pero yo era una periodista bisoña y él llevaba diez años viviendo de la escritura. Dirigía una revista literaria en la que poco después de conocernos me invitó a escribir. Fue mi editor pero, sobre todo, mi amigo: si tenía un problema con un artículo, si me perdía, si dudaba de mí, Sergio, que siempre tenía la actitud de “no hay que hacerse problema por nada”, marcaba el camino. Tenía todo lo que yo no: experiencia, serenidad, un pragmatismo de carpintero, una intuición de navegante, una despreocupación de hippie, además de un mundo propio en el que se mezclaban Simenon, el fútbol y la fotografía, la literatura francesa, una militancia insolente contra la academia y la carrera de Letras (que había estudiado), una bonhomía barrial mezclada con una perfidia cuyas consecuencias le producían gozo. En épocas previas a las redes sociales, lidiaba con el odio ajeno sin que se le moviera un pelo. Escribía una columna en su revista en la que decía cosas terribles sobre otros escritores. Cuando una publicación organizó un concurso de cuentos cuyo primer premio era una cena con Abelardo Castillo, escribió que entonces el segundo premio debía consistir en dos cenas con Abelardo Castillo y el tercero en sexo con Abelardo Castillo. Nos hicimos amigos en una época en la que mi alegría podía surgir por cuestiones simples: encontrar el subte imprevistamente vacío al regresar del trabajo o tener entradas para la última de Tarantino. Era, también, una época rara de la que quedan testimonios disparatados: un libro que él y otro amigo me regalaron —
Dos damas muy serias, de Jane Bowles— y que me entregaron en un departamento donde se llevaba a cabo una fiesta sórdida en la que nos tomamos fotos dentro de una bañera con la cabeza envuelta en papel higiénico. Sergio no había publicado ningún libro por entonces (ahora sí, muchos, premiados), pero podía escribir en cualquier situación. Cuando tuvo hijos, empezó a hacerlo en la cocina mientras los chicos chillaban o jugaban a la Play. Los dos trabajábamos incansablemente y aun así nos encontrábamos dos o tres veces por semana. Pero cuando nos vimos en la legislatura llevábamos años sin vernos. Porque el trabajo, porque los viajes, porque la agenda. Al terminar el acto fui a abrazarlo y me dijo en broma: “Ay, nena, te conozco de chiquita. Me hiciste llorar”. Después conversamos y nos reímos como si el tiempo no hubiera pasado. Al despedirnos me fui por la calle Florida contemplando una imagen que venía del pasado: la luz soberbia que bañaba la avenida Corrientes a la hora del crepúsculo, en los años en los que iba a encontrarme con él a tomar un café y hablábamos durante horas de cosas triviales y magníficas.