No sé qué tanto será lo que se aprende cuando niño en los diccionarios. Que a uno lo mandaran a averiguar algo al diccionario tenía, en ese momento, un dejo de castigo. No era un trance difícil pero sí levemente desagradable. Hago esfuerzos de memoria y no me viene a la mente palabra alguna cuyo significado me haya aclarado el diccionario. La única que recuerdo haber buscado con éxito a los once años —carlinga— ya no sé qué significa, solo puedo decir que pertenece al contexto náutico. Que yo sepa, nunca me he topado en la vida con una carlinga y eso ha facilitado el olvido.
Había, no obstante, un diccionario que era como un mundo en miniatura, el
Pequeño Larousse Ilustrado. El único en mi experiencia al que daban ganas de asomarse voluntariamente. Lo fascinante que traía eran las ilustraciones, grabados diminutos que sí fijaban las palabras en la mente con un aura de misterio, como en el caso del abrigo llamado Ulster, el gorro frigio o los volátiles vilanos. Con el tiempo y los empujes del oficio me aficioné, por inclinación humorística, a los diccionarios temáticos o directamente literarios: el de Voltaire, por cierto; el de ideas recibidas de Flaubert, el de Ambrose Bierce, el de lugares comunes de Léon Bloy.
Uno de los pocos diccionarios lexicográficos famosos fuera del ámbito de su lengua matriz es el de la lengua inglesa, compilado a mano, casi penosamente, por Samuel Johnson. En la casa de Johnson, en la calle Fleet Street, en Londres, hay un ejemplar de 1855 en una vitrina, abierto justo en la más citada de sus definiciones: “Avena: grano que en Inglaterra generalmente se les da a los caballos pero que en Escocia es consumido por la gente”.
Tanta es la fama del diccionario de Johnson que ahora el sello Debate ha publicado una versión en castellano, cuestión inimaginable para una obra de utilidad tan localizada. De hecho, muchas de las disquisiciones del autor en torno a este trabajo tienen que ver con su pertinencia en su momento y lugar, la Inglaterra del siglo XVIII.
Quizás son las equivocaciones y las arbitrariedades lo que le da carácter al libro, porque constatamos a través de ellas que Johnson no podía ocultar su relación personal con las palabras. De tal forma se revela su desinterés en la palabra calcetín (o en la cosa misma) al definirla como “algo que se pone entre el pie y el zapato”. Su concepto de “almuerzo” es igualmente desconcertante: “Tanta comida como se pueda sostener en una mano”. En este rubro hay otra anécdota célebre: cuando una señora le preguntó a Johnson por qué había definido la palabra
pastern como rodilla del caballo, lo que era un error evidente, la respuesta de Johnson fue: “Ignorance, madam, pure ignorance”.
A pesar de que Samuel Johnson intentó bajarle el pelo a su labor, a través de su diccionario se vislumbra el dificultoso arte de la precisión verbal y sus destellos de belleza. Por ejemplo, en la forma en que define la palabra escollo: “La causa de un naufragio, la causa de un error, la causa de un retraso, la causa de una dificultad”.