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Editorial
Viernes 14 de febrero de 2020
Violencia en los estadios
Resulta inexplicable que continúen las controversias respecto de quién es la responsabilidad de enfrentar el problema.
La irrupción de la violencia al interior de los recintos deportivos, especialmente aquellos destinados al fútbol profesional, es una lacra que se arrastra desde hace años en nuestro país y que se inició como una emulación de estas prácticas en algunas ligas europeas y, más cercanamente, en Argentina. En el caso de Europa, los niveles de violencia alcanzados —con hitos trágicos, como los incidentes entre hinchas ingleses e italianos que costaron la vida de 39 personas en el estadio de Heysel, en Bruselas, en 1985— hicieron que las autoridades adoptaran drásticas medidas. Resultado de ellas fue el retorno de la paz a esta actividad, con un público que asiste regularmente y sin temor a los estadios. Lamentablemente, el derrotero en Chile ha sido otro.
Los episodios acontecidos en las últimas semanas son, en efecto, las más recientes manifestaciones de un fenómeno que no ha logrado ser controlado y que hoy se desborda más allá de los recintos deportivos. Las autoridades de gobiernos de distinto signo han fracasado en enfrentar el problema, en parte, tal vez, por circunscribirlo como una cuestión solo vinculada al fútbol y sus hinchadas, sin atender a sus más amplios alcances delictuales. Se subestimaron así sus niveles de organización, capacidad de destrucción, eventual relación con el narcotráfico y fuentes de financiamiento. A su vez, las dirigencias deportivas tendieron en una primera época a intentar establecer vínculos con las barras bravas, entregándoles apoyo e incluso ayudas económicas. Ello no sirvió para detener la violencia y es probable que, al contrario, haya fortalecido a estos grupos, los que hoy ejercen un poder amedrentador sobre jugadores y dirigentes, al punto que, entre estos últimos, conocidas figuras han renunciado a la actividad producto de sus amenazas. En esas condiciones, el estallido del pasado 18 de octubre marcó su salida desde los estadios, para llevar su violencia y capacidad de destrucción a las calles, sumándose a otros colectivos.
Se observa aquí un cierto paralelo con fenómenos como el de la violencia anarquista, que hasta mediados del año pasado parecía focalizada en ciertos liceos emblemáticos —particularmente el Instituto Nacional— y que luego se extendió por el país. Del mismo modo, las barras bravas han asumido ahora protagonismo en las más violentas manifestaciones, pretendiendo atribuirse un carácter de luchadores sociales que poco tiene que ver con una historia más bien ligada al ámbito delincuencial. Las razones detrás de esta supuesta politización constituyen una de las interrogantes que la crisis de estos meses plantea y cuya clarificación debiera ser considerada prioritaria tanto en las investigaciones del Ministerio Público como en el trabajo de la inteligencia policial. Hasta ahora, sin embargo, el actuar de estas instancias entrega un balance lamentable de impunidad. El resultado de la investigación judicial con motivo de los hechos ocurridos en 2015, cuando hinchas de Colo Colo y Santiago Wanderers se enfrentaron en Valparaíso, parece un ejemplo de aquello: se ha conocido en estos días que, pese a la gravedad de los incidentes, que se extendieron por la ciudad causando importante daño material y dejando a dos personas acuchilladas, solo se llegó a la dictación de algunas penas remitidas.
En estos meses se han visto así las consecuencias de un fenómeno que no se supo abordar a tiempo, y por lo mismo resulta inexplicable que incluso en el actual contexto continúen registrándose controversias entre el Gobierno y los clubes respecto de quién es la responsabilidad de enfrentar la violencia en los estadios, cuando es urgente una acción coordinada y conjunta. Más inentendible aún es que, desde el ámbito político, surjan voces proponiendo establecer improcedentes canales de diálogo con estos grupos.