Terrence Malick ha sido un director elogiado desde sus primeras películas, acaso las más breves y mejores: “Malas tierras” (1973) y “Días del cielo” (1978), y hasta ahora y después de una docena de títulos y casi medio siglo de carrera, aún lo sigue la buena estrella de las críticas y la prensa. Es demasiado tiempo.
Uno de los mandamientos repetidos asegura que Malick como Stanley Kubrick tarda años en montar sus películas y por eso su corta y razonada filmografía.
El segundo mandamiento debería indicar que si lo anterior llega a ser verdad, en ese caso, solo en eso se parecen y en nada más, porque no hay comparación alguna entre dos filmografías que van del cielo a la tierra, donde la tierra y, por tanto, el sudor, dificultad y esfuerzo son los de Malick, que aspira a lo contrario: filmar como elegido y con una cámara por las nubes que se aproxima a la eternidad.
Para eterno, ya se sabe, está Kubrick.
Terrence Malick, en realidad, es un director que llama al espejismo, porque lo suyo es reiteración, cálculo, buena caligrafía y una técnica pulcra y puntillosa de fotografía contemplativa. Un cine de lentes y nitidez, con falta de brumo, suciedad y con personajes que se desvanecen.
En el cine de Malick es arduo recordar a un personaje, al menos a uno.
Un director aplicado y latoso, que se afirma en un montaje acumulativo de vocación pastoral, que subraya y repite imágenes, porque en vez de cortar y decidir entre una cosa y otra, coloca ambas: paja y trigo.
Y por eso “Una vida oculta” se siente grave y tediosa, y para encontrar algún plano o un par de rostros emotivos y desencajados, hay que pasar por imágenes plúmbeas y de calendario alpino, adornadas por frases destacadas que idealmente son preguntas base, muy propias de los foros estudiantiles (al menos de los antiguos foros), sobre el origen de la fe, la razón de la creación y los motivos de Dios.
En el villorrio de Radegund, en la Alta Austria, y en 1939, Franz Jägerstatter (August Diehl), su esposa Fani (Valerie Pachner) y tres pequeñas hijas, son campesinos pobres, pero extraordinariamente felices, pulcros y limpios. En el resto del pueblo y entre los vecinos reina la misma condición y estado de ánimo.
Ese año y los que vienen, hasta 1943, el cambio es radical y la llegada de Hitler y el nazismo transforma el spa campestre en un infierno, donde el único que resiste el pensamiento uniforme, la ideología y la violencia, es Franz, objetor de conciencia y un hombre de fe que se convierte en alguien intolerable para el pueblo y el régimen.
Es preciso recordar que el filme se basa en hechos reales y que Franz Jägerstatter fue beatificado por Benedicto XVI en 2007.
La película necesita 174 minutos para contar una historia limpia y valerosa que se podría haber resuelto en la mitad de ese tiempo.
Lo que sobra es la materia del cine aburrido, que mezcla prédica ampulosa con imágenes de pantalla para notebook.
“A hidden life”. EE.UU. - Alemania, 2019. Director: Terrence Malick. Con: August Diehl, Valerie Pachner, Bruno Ganz. 174 minutos. En cines.