Más de una vez he mencionado este caso: el del boxeador chileno que, enfermo y consciente de que se aproximaba la hora de su muerte, le hace un encargo a su hijo: “No dejes que fotografíen mi pobreza”.
No conozco otro ejemplo tan conmovedor de supervivencia de las viejas formas. En un mundo que sostiene su coherencia en el registro constante, histérico, el recado implica una relación con la muerte de profunda intimidad. Lo que el boxeador deseaba evitar era que en un arranque de entusiasmo informativo transformaran su último trámite en un peso, en un cacho anímico para los demás, en un lastre patético.
Hace cincuenta años era común en la prensa ver fotografías de cadáveres, generalmente encontrados en zanjones o basurales junto a la línea férrea. El suicida que se colgaba de una viga debía considerar la posibilidad de que la imagen de su cuerpo malogrado se reprodujera públicamente al día siguiente. Se trataba, por cierto, de periódicos despreciados, pero que se vendían por decenas de miles de ejemplares. En uno de estos diarios vi un reportaje sobre el terremoto de Valparaíso (1965) en que se agregaba la secuencia fotográfica de la agonía de un hombre aplastado por un murallón.
Tengo entendido que hace unos años Timothy Leary transmitió en directo por internet el momento de su muerte. No lo quise ver, tal como evité los videos con el ajusticiamiento de Saddam Hussein. El hecho de que entendamos la muerte de los demás como un fenómeno natural no implica que debamos abanicarnos ante ella como si se tratara de un espectáculo. El tabú persiste en su calidad de escollo.
Una de las escenas más violentas que me ha tocado ver alguna vez salió en la serie inglesa “Shameless”, y consiste en que un marido vengativo desentierra el cuerpo del padre recién muerto del amante de su mujer. Lo carga y lo deja sentado en la vereda, frente a la casa donde los infieles se engolosinan el uno con la otra.
Es posible que cierta estética en la disposición de nuestros restos definitivos nos ayude a pasar al otro lado con algún grado de armonía universal. Ya me veo, en el último coletazo de la agonía, pidiendo a gritos que saquen de ahí ese montón de folletos espantosos o ese manojo de bolsas plásticas (cosas que se infiltran aún en las casas de los obsesivos).
Tres días antes de morir David Hume, su amigo Adam Smith pidió permiso por carta al agonizante para añadir algunas líneas a su biografía. Le dice: “Bajo los efectos de una enfermedad agotadora y en un precario estado de salud que se ha prolongado por más de dos años, usted ha contemplado la muerte con una firmeza y serenidad de ánimo que muy pocos hombres han sido capaces de mantener siquiera por unas horas y aunque disfrutasen de perfecta salud”.
Al día siguiente, con la mano sostenida por un ayudante, Hume contestó: “Es usted muy generoso al pensar que esas pequeñas bagatelas que me conciernen pueden ser dignas de su atención”