A veces pienso en ellos.
Hay judíos, católicos, ateos, agnósticos. Hay gente que ni sabe lo que es. Hay peronistas, kirchneristas, anarquistas, trotskistas. Hay gente que ni sabe lo que es. Hay periodistas especializados en espectáculos, en noticias policiales, en moda, en gastronomía, en viajes. Hay gente que ni sabe lo que es.
A veces me llega un mensaje de alguno que ya no está en este grupo de doce o quince o diecisiete. Un grupo que fluctúa, que fluctuará, que cada tanto trae un habitante nuevo y del que cada tanto se van otros, más antiguos. Esos mensajes nunca son tristes o melancólicos y contienen, sin excepción, noticias buenas: voy a publicar un libro, gané un premio, me pidieron un artículo de una revista estupenda, me van a traducir una nota al italiano.
Pienso en ellos, a veces. En los que se fueron y en los que están acá, en los que vienen desde hace años. En los que se irán muy pronto. En los que ya no volveré a ver (porque a muchos de los que se han ido no los he vuelto a ver). En los que han pasado aquí más tiempo del que toma una carrera universitaria, o tres veces lo que dura un doctorado, o cinco lo que dura una maestría. Me pregunto a qué vienen, qué buscan. Antes me preguntaba qué podía darles. Ahora me pregunto qué quiero: qué quiero darles.
Sé que sufren. Que hay padres enfermos, hijas enfermas, novios enfermos, novias enfermas, separaciones, celos, desempleo, miedos. Hubo, este año, muertos. Ellos no necesitan que yo les pregunte demasiado. Solo necesitan saber que sé que estarán bien. A veces, cuando sucede algo grave, les escribo y les digo: “Todo va a estar bien”. Y mientras lo escribo lo creo, y las palabras quedan imbuidas de una confianza que no tengo siquiera para mí.
Desde hace tiempo me pregunto: ¿por qué hago esto? Antes o después se irán. Si hago bien mi trabajo se irán. Olvidarán, incluso, que estuvieron. Dentro de diez años recordarán todo esto como se recuerda a un fantasma: “Ah, sí, es cierto, estuve en ese lugar. Era raro. Escribíamos, leíamos, ella hacía comentarios. No sé bien qué pasaba después”. Porque no es mucho lo que pasa. Yo les digo algunas cosas, les leo otras. Siempre les pido que escriban. Ellos escriben, y después leen, y después hablamos acerca de lo que leen. No hay mucho más. No hay secretos.
Sé que se quieren. Que se confiesan cosas, que se ayudan, que se han hecho amigos, que salen a beber.
Yo no.
No soy su amiga, no salgo ni ceno ni bebo con ellos. Jamás podría ser la persona con la que fuman y se emborrachan un sábado en la noche. Creen que quieren eso de mí, pero no lo quieren. Creen que saben cosas de mí, pero no saben nada. Solo lo que ven —lo que les dejo ver— durante las tres horas que compartimos, semana a semana, en la sala de mi casa.
Soy la que existe, pero no está. La que está, pero no existe.
Pienso en ellos como si fueran una fuerza de choque, un error del sistema: persisten, insisten, resisten, desobedecen al rebaño quejoso que dice que todo se termina, que la web, que las falsas noticias, que la precarización del oficio, que bla, bla, bla.
Hace un tiempo uno de ellos, que no forma parte del grupo desde hace rato, me escribió para decir que en este lugar no solo había aprendido a escribir sino a soportar los momentos en los que no podía hacerlo. Sentí plenitud. Después, envidia: el deseo de que alguien alguna vez me hubiera enseñado eso: sobre todo, eso.
Pero no tenemos los maestros que queremos. Tenemos los que podemos tener.
A veces —cuando les miro las caras mientras alguno de ellos lee y veo el éxtasis de levitación que solo sobreviene cuando uno tiene doce años y es verano y siente tanta euforia y tanta felicidad y tanto fervor y tanto enardecimiento, que sería capaz de saltar tomado de la mano de sus amigos desde un risco y clavarse en el centro de la tierra o en un río o en una roca hermosa con una sonrisa de colmillos blancos—, a veces, decía, pienso que me hubiera gustado tener a alguien así.
Pero estoy al otro lado del río. Mirando sin moverme. Para siempre.