Todos estamos tratando de entender esta realidad compleja, el malestar, la violencia que nos habita y de la que somos blanco en la calle o en las interacciones con los demás. Somos dudas, rabia, sueños, miedo; las tensiones sociales que se dan en distintos espacios. Una y otra vez surgen las preguntas por las señales, las causas y el desenlace.
Hay en cartelera una obra que funciona como una perfecta premonición, como si fuera Casandra, esa diosa de la mitología que tiene el don de presagiar. Fue Casandra quien anunció en la historia de Troya que Paris —siendo un desconocido— traería la ruina. Algo similar sucede con “La apariencia de la burguesía”, de Luis Barrales, dirigida por Aliocha de la Sotta —en Teatro Finis Terrae hasta el 1 de diciembre—, que se estrenó un día antes del estallido social del 18 de octubre y en cuyas escenas suceden situaciones casi idénticas a las vividas en este período. La dupla Barrales-De la Sotta ha trabajado en exitosos montajes como “La mala clase” y “La Chancha”, y combinan muy bien la escritura incómoda y una precisa dirección de actores.
En esta ocasión, suman la música original del cantautor chileno Fernando Milagros y un elenco de primera línea compuesto por Camila Hirane, Elvira López Alfonso, Loreto Lustig, Sara Pantoja, Mauricio Flores, Cristóbal Goldsack y Julio Toloza. Cada uno sigue bien la tecla macabra y de humor que recorre las entrelíneas de unos personajes que están a punto de resquebrajarse.
Por supuesto que la obra se preparó meses antes del estallido pero confluyó de un modo casi mágico el día de su cauce. La intuición artística hizo bien al elegir una obra que escenifica el clima prerrevuelta social. Luis Barrales reescribió la pieza del dramaturgo ruso Máximo Gorki, “Los pequeños burgueses”, cuyo argumento gira alrededor de una empobrecida familia de la burguesía moscovita que se debate entre sucumbir a las transformaciones o defender sus intereses en plena efervescencia preliminar a la Revolución Rusa. No es primera vez que Barrales reescribe, libremente, textos clásicos, ya lo hizo con “Las sirvientas”, de Jean Genet, bajo el título de “Topografía de las lágrimas” (2016), y también con otra obra del mismo autor francés, “Severa Vigilancia”, para la versión “Jardín de Reos” (2013). Al mismo tiempo, la marginalidad y la confrontación de grupos sociales también han estado presentes en sus obras más personales, como “H.P”, “La mala clase” y “Niñas Arañas”.
El dramaturgo nacional aterriza el texto en el entorno de una familia chilena de clase media actual, sugiriendo una inquietante semejanza entre el hastío existencial del siglo pasado y la confusión de cambio de paradigma social en pleno siglo XXI. E instala la gran escena de la familia chilena en estos días: un grupo heterogéneo que mira las noticias y los hechos teniendo distintas aproximaciones y reacciones. En la mesa servida está Gracia (la madre a punto de jubilar), sus hijos, Tatiana y Pedro. Además, se suma Nelson, un chico huérfano adoptado por la familia. Pola, una pariente lejana que trabaja como empleada doméstica. Y dos pensionistas, Tito, 30 años, venezolano, y Elena, 40 años, profesora de Teatro.
La dinámica que predomina en la permanente “sobremesa” oscila entre las apariencias y el resentimiento. Pedro, el hijo regalón, hace como que estudia pero en realidad está involucrado en un grupo anarquista. Nelson envidia la posibilidad de Pedro de estudiar y su talento desechado, se enamora de Pola y quiere huir a China. A su vez, Tatiana sufre una crisis existencial y no consigue liberarse del yugo de su madre y de un amor frustrado. Tito y Elena llegan a la pensión porque no logran autonomía. La madre se queja de una vida dedicada a pagar la educación de los hijos quitándole toda posibilidad de instrucción y libertad. Hay discusiones y opiniones sagaces. Por ejemplo, cuando Elena dice: “Es tan fácil desestabilizar un país. Pones un par de bombas que se pueden hacer con ingredientes caseros y el miedo hace todo el resto” y luego continúan circunstancias que corren en paralelo con la contingencia del país.
Luego se improvisan definiciones políticas sobre la burguesía, la propiedad, y va retratando la dinámica que puede estar sucediendo en muchos de los hogares chilenos: la confrontación intergeneracional. La hija le dice a su madre: “Su opinión no importa, mamá. La opinión de su grupo no importa. Ya perdieron. Pueden quejarse allá atrás, demorarse, intentar separarse si quieren, ojalá lo hicieran; pero no hay nada que hacer, ya perdieron... La gente como usted es un oráculo, mamá, basta saber a qué se oponen para saber qué será la realidad”.
La madre es el antiguo orden que se quiere derrocar, sobre el que se erigen las antítesis. Al mismo tiempo, por la ventana entran imágenes de la ciudad, y es ahí que la madre se queja de los apagones, de las barricadas, “cabros de mierda…. Cómo no buscar un modo más productivo de protestar”. Discuten en medio de apagones, noticias de atentados, con intermitente servicio de internet y una tensión que va in crescendo.
La puesta en escena es muy atractiva, avanza entre una atmósfera lánguida bajo un azul intenso y un alto ventanal crepitante que trae la efervescencia del afuera. El diseño de iluminación y escenografía de Rodrigo Lealy el vestuario a cargo de Felipe Olivares se ensamblan para marcar los latidos de este mundo a punto de estallar.
Interesante y sintomática es esta “casa de Chile” como simulacro de una familia que ha convertido su hogar en una pensión para sobrellevar la precariedad. Todos son adultos pero tienen existencias a medias y quisieran independizarse, y, al mismo tiempo, se necesitan unos a otros. Son arrendatarios de piezas o se deben favores, y cuando se sinceran todo está por explotar, “¿Qué le puso Pola al té que andan todos diciéndose la verdad sin que los apuren? Solo se habla así ante la inminencia de una guerra o la caída de un régimen y esas cosas en este país no ocurren”. Pero en el último acto y el epílogo sucede algo que es un remezón.
Quizás lo que esta obra sugiere es que “la clase media o la burguesía”, además de ciertas condiciones materiales, es, en especial, un estado mental mediocre, un modo de relacionarnos a partir de pequeñeces, miedos y desconfianzas. La prevalencia de la corrección sobre lo genuino. Ahí está este grupo humano atormentado por una confusión de paradigmas, y frente al desafío de una transformación o de un estado en permanente expansión.