Tengo una forma infalible de saber cuál es la próxima revolución tecnológica que hará furor en el mundo: ir a Chile. En Chile vi cómo muchos se habían pasado del taxi al Uber tres años antes de que Uber se hiciera popular, y me enteré de la existencia de Tinder, Skype o WhatsApp cuando en el resto del continente ni siquiera sabían pronunciar esos nombres. Parece haber en el país un amor fulgurante por la tecnología y una predisposición a pensar que, si algo puede resolverse sin un ser humano de por medio, mejor. Llegué a Santiago el 13 de octubre desde Buenos Aires para una estadía laboral de dos semanas. Me hospedé en un hotel de Las Condes. Ese domingo vi por televisión a un experto en tecnología presentar un sistema capaz de “leer” los productos escogidos en el supermercado y descontar el monto final de la tarjeta de crédito sin pasar por caja: “Podrás tener tu experiencia sin interactuar con empleados. Escoges tus productos, llenas tu carro, el sistema escanea el carro y te carga la cuenta a tu tarjeta de crédito. Fíjate qué bonito”. Me pregunté si al tipo se le pasaba por la cabeza pensar en lo revulsivo que resultaba su entusiasmo para los que no pueden “llenar” su carro, para los que no tienen una “experiencia de compra”, sino la angustiante confrontación con su realidad de miseria. Me pregunté a quién le hablaba. La semana transcurrió con las noticias de masivas evasiones en protesta por el aumento del metro. El viernes 18 hice un trámite bancario y compré un sacapuntas en una librería de avenida El Bosque. Regresé al hotel y, sin mirar noticias, salí a correr. Cuando llegué a Apoquindo me di cuenta de que pasaba algo, porque miles de personas caminaban en la misma dirección. Sin embargo, al volver al hotel no encontré señales de inquietud. Subí a mi cuarto y encendí la tele. Siempre recordamos la estúpida normalidad con que transcurría todo antes del desastre. Supongo que por eso recuerdo con mucho detalle todo lo anterior —el banco, el sacapuntas—, pero nada de ese momento. No sé qué vi ni qué escuché, pero sí sé que fue como volver a 2001, cuando en mi país los presidentes volaban por el aire y la gente gritaba “que se vayan todos”. Reaccioné rápido, traccionada por el ADN argentino. Salí a la calle y caminé con prisa hasta el Jumbo del Costanera Center, pensando que iba a encontrarlo cerrado. Pero no. La gente miraba vidrieras y en el supermercado, por los altavoces, invitaban a conocer no sé qué producto. Compré comida para el resto de la semana, pagué y me fui. Hice todo en veinte minutos, sabiendo que al día siguiente sería imposible. A la noche, el Presidente declaró el estado de emergencia. El sábado, un conocido que estaba viendo Joker me dijo, casi jocoso, que habían retirado a todos los espectadores en mitad de la película porque iban a cerrar. Le pregunté cómo había sido capaz de ir al cine en esas circunstancias y me dijo: “La sala estaba llena”. Cuando se anunció el toque de queda le puse un mensaje al hombre con quien vivo: “Toque de queda. No te preocupes. Estoy bien”. Él se preocupó de una manera lejana, sabiendo que podía arreglarme. Desde ese día me desperté con el sonido del helicóptero de las seis de la mañana y me fui a dormir en medio de una sordera repulsiva. Antes, durante y después vi cómo los funcionarios de gobierno hacían declaraciones en las que empezaban hablando de “los vándalos” para después dirigirse a los “ciudadanos honestos” y pedirles que colaboraran en “volver a la normalidad”. Nada hacía pensar que se daban cuenta de que esa “normalidad” a la que querían volver había sido la matriz del estallido. ¿De quién hablaban, a quién le hablaban? En las mañanas veía cómo decenas de personas hacían filas inmensas para tomar los autobuses mientras decían a la prensa: “Qué se le va a hacer, hay que ir a la pega”. Yo viajaba al trabajo en autos que llegaban puntualísimos, preguntándome por esa resignación —¿cómo se compaginaba el hartazgo con la furia?—, y conversando con conductores que decían: “Acá tiene que volver el servicio militar obligatorio”. Vi en la tele a un tipo de aspecto feroz correr a otro de aspecto terrible con un trozo de tubería, lo vi darle por la espalda y también por la cabeza, vi cómo los ¿ocho? militares que los rodeaban los miraban sin hacer nada y me pareció toda una declaración de principios, toda una idea acerca de a quién hay que defender. Escuché a intelectuales y políticos exigir que se retirara a la milicia de las calles y a gente de distintas comunas reclamar más milicias para defender sus comercios arrasados. Un día, en el único mercadito que permanecía abierto cerca de mi hotel, había una larga fila. La gente no exageraba con la compra: uno se iba con una caja de huevos, otro con un agua. Llevábamos tres días de toque de queda, no había nada abierto y me pregunté si esa prudencia tendría que ver con la nula memoria del trauma o con la aplicación de una civilidad genuina. En mi país, la gente hubiera comprado a manos llenas: sabemos que todo, siempre, puede ser peor. El martes salí a ver una manifestación en Las Condes. La gente caminaba con carteles que decían: “No estamos en guerra”. La marcha era seguida por dos camiones y un tanque del Ejército. Un chico muy joven llevaba un cartel en el que se leía: “Le tengo más miedo a mi mamá que a tu sistema represivo”. Sin embargo, para entonces ya había 11 muertos, cinco de ellos por presunto accionar del Estado, que apenas se mencionaban en las noticias. El viernes salí a correr. Vi gente paseando perros. Niños que jugaban en las plazas. Miré todo con ojos viejos, como un diablo que regresa a su propio infierno, el mismo de siempre pero tan distinto.