El niño alcalde es un capítulo más dentro de la obra literaria que Marcelo Mellado viene montando con consistencia y talento desde hace un par de décadas, la cual le ha permitido instalar una voz personal nítidamente reconocible en el panorama de nuestra narrativa, un mérito no menor dada la relativa planicie en que esta se despliega.
Esa “voz”, por su inusual forma y el ácido contenido de su discurso, ofrece un interés indiscutible para cualquier lector que se presuma ilustrado.
El niño alcalde, un breve opúsculo de unas escuetas 60 páginas, puede incitar, a quien no las conoce, a la lectura de las otras obras de Mellado, como
Armas arrojadizas,
La provincia,
Informe Tapia (recientemente reeditado) o
La batalla de Placilla.
El niño alcalde adopta, en cuanto género, el de una suerte de monólogo dramático en cual un predicador porteño —un personaje familiar en la fauna del Valparaíso popular— lanza una perorata aparentemente delirante cuya contraparte es el joven alcalde de la ciudad. Bajo esta forma, fragmentada en trozos y agrupada en capítulos, es posible advertir claramente una narratividad, una historia híbrida de amor y desengaño con crítica cultural y política (¿un
roman à clef?) en un arco que va desde un entusiasmo e intimidad iniciales, previos al ascenso municipalicio del “niño alcalde” hasta el alejamiento y decepción después, ya cuando el ímpetu renovador del mozalbete, según la perspectiva de este predicador callejero, es absorbido por la putrefacción institucional y prácticas culturales de esta “ciudad amalditada”. La voz del predicador callejero posee todas las virtudes de los “narradores poco confiables”, cuyo precedente más pertinente es el
fool de Shakespeare, una especie de payaso cuyo discurso estrafalario sirve para lanzar una secuencia feroz de críticas acerbas, sarcasmos, acusaciones, rumores, solapados insultos, desdén, rabia, a la vez que cariño y ternura.
El registro de la escritura de Mellado —que simula la oralidad imposible de este predicador callejero— es original y divertido hasta la hilaridad. Su sello consiste en una combinación desopilante, en la que predomina una hibridez espúrea entre el habla popular, con su fuerte inclinación escatológica, y un tipo de jerga intelectualoide típica de cierta crítica cultural y política, mixtura en la que Mellado toma pie para fabricar una batería de certeros neologismos tan filosos como cómicos. Un par de ejemplos: “—y por eso yo me ponía en las afueras del salón de la meretriz portuaria a escuchar los dimes y diretes de una asamblea chamullera, por eso les expongo este informe que reproduce el deseo cívico popular que surgía del templo de la participación ciudadana y conchetumadre—” o “—mejor ser niño que viejo culiao, a nivel del poder edilicio, a mí este pueblo no me gusta mucho, porque se metropolanizó, los pequeños poderosos lo destruyeron, los poderes fácticos se lo repartieron cochinamente, todos quieren ser funcionarios de la lamida de agujero, yo quiero solo predicar lo mío, que es estar muy cerca de ti, cariño—“.
La acuñación de este lenguaje mixto, escatológico, popular y académico —siempre en tono de parodia—, con ligeros e inesperados recursos hacia lo lírico y melancólico, es el principal mérito literario de este libro. Es un lenguaje potente, áspero, divertido y críticamente muy eficaz. Con esta herramienta poderosa, Mellado transforma a su predicador callejero en un espejo descarnado del Valparaíso actual, de las prácticas políticas y culturales que lo corroen y se aprovechan de su decadencia patrimonial. Y Valparaíso, en este libro, viene a ser un emblema de “la provincia”, uno de los temas predilectos del autor, provincia cuya miseria y precariedad la convierten rápidamente en el blanco y resumidero de una fagocitación carroñera fraguada desde la capital.
La mirada de Mellado, a caballo de su comicidad, es tan cruda, dura, desesperanzada y huérfana en su infertilidad, puesto que apenas deja intersticio para una huida o recuperación —si es que sus propuestas pueden calificarse de tales—, que desea pero no halla. De hecho, todo el texto parece un desfogue inconducente, ya que al final (es “este país de maracas densas, por eso por ahora no quiero proponer nada muy estructural ni radical, solo quería proponerles algo que utiliza mucho el voluntarismo pendejístico, que no sirve para nada”), el predicador clama por una asamblea, con algo de feria y carnaval, recursos que ya ha destruido antes.
Mellado, a través de su predicador, se lamenta, sobre todo, de cómo en todo este descalabro que denuncia, el arte cae también arrastrado a la cloaca. Siendo Valparaíso y estos tiempos quizás la gran oportunidad para la cultura, es en la corrupción de esta donde destila su mayor amargura y desprecio.
El niño alcalde puede ser leída, así, como transposición porteña, feroz y chilensis de las “ilusiones perdidas”.