Que David Bowie fuese un lector impenitente, de esos que no pueden pasar dos horas sin un libro, fue una de las tantas sorpresas que nos deparó su muerte. Como en tantas cosas, Bowie señalaba una tendencia. El
rock y los libros no solo han dejado de ser unos vecinos más o menos incómodos de mediados y fines del siglo XX para convertirse, a comienzos del siglo XXI, en parte de la misma cadena. O quizás del mismo cementerio.
La poesía siempre estuvo detrás del
rock, pero era una poesía ladrada, rogada, que se resistía a la letra imprenta porque en ella perdía muchas veces la mitad de su gracia. El
rock era bailable, porque, como Nicanor Parra decía, bailar es pensar con el cuerpo. Cuando los Rolling Stones llegaron a mi vida fue justamente esa claridad la que me deslumbró, un pensamiento en movimiento perpetuo y permanente que no respeta nada ni a nadie. No podía imaginar que alguien tan violentamente analfabeto, tan vistosamente salvaje como Keith Richards escribiera (ayudado por el periodista James Fox) unas voluminosas memorias llenas de ternura, de vértigo y dulzura y una prosa más que razonable.
No he leído la de Bruce Springsteen (
Born to run) pero les creo a los que la han leído con pasión, como quien lee una novela de inocencia salvaje. Le creo también al incorruptible Terry Eagleton cuando postula las memorias de Morrisey (
Autobiografía) al premio Booker, con tanto o más merecimientos que las mediocridades multiculturales que por ahí circulan. No tengo la paciencia de leer las de Sting (
Broken Music), que parece que también son reveladoras y sorprendentes. Leí en cambio las de Peter Towsend (
Who I Am) y su fantástica búsqueda de un sonido único en medio de los laberintos sin fin del
cognac, la soledad y la violencia de un mundo en que todo era nuevo y decadente a la vez.
Es cierto, todos esos músicos y tantos más nunca negaron sus influencias literarias y muchos de ellos eran, como letristas, indudables narradores. Pero era difícil imaginar, cuando rompían parlantes y tímpanos, que escribieran libros tan dulces, tan inocentes, tan en otro sentido convencionales como Éramos unos niños, que iba a resucitar la carrera musical de Patty Smith.
Lo curioso de esos libros escritos por rockeros reside justamente en el hecho de que, aunque no pueden evitar hablar de guitarras y escenarios, y drogas y orgías, no son libros rockeros. Hay más en esos libros de Dickens, de Scott Fiztgerald, del nuevo y viejo periodismo que de Rimbaud, William Blake o Allen Ginsberg, las influencias más visibles cuando cantaban. Sus libros cuentan la historia de niños que se portan todo lo mal que pueden pero que revelan haber sido mucho mejores alumnos en el colegio de lo que se esperaba de ellos y mejores hijos y hasta mejores padres de lo que se podía esperar. Los rockeros resultan ser artistas como cualquier otro, conscientes de su oficio, conocedores de la tradición, artesanos que alguna vez rozaron el cielo pero que han terminado bien casados y siendo buenos padres en alguna granja de la Inglaterra o la América profunda o, en el mejor caso, en Manhattan, en cualquier lugar en que pueden vivir el extraño placer de tener problemas domésticos.
Hay algo, por supuesto, esperanzador en esos retratos, que demuestran que detrás de los pelos raros hay gente mucho más normal de lo esperable. Pero es quizás eso mismo lo que inquieta de todos esos libros. El
rock era otra cosa, como otra cosa era la revolución y otra cosa el comunismo y las playas que Rimbaud veía en el cielo. Crecí, yo al menos, con la conciencia de que existía otra vida, otro mundo que era pecado y al mismo tiempo lucidez. Veneno que nos llena de vida.
El
rock era eso, morir de otra muerte y vivir otra vida. Y era también la sagrada alianza entre la revolución y el capitalismo, la música de los negros y la mercadoctenia de los blancos. Eso y las cintas al revés, la vanguardia que vende discos. Una música que no necesita excelsos instrumentistas porque habla la calle y la fábrica, el callejón y al mismo tiempo los más sofisticados expertos en música minimalista, concreta o serial. Todo eso que podía ser todo lo intelectual y enrevesado del mundo con tal de ser sexy, de ser alguna forma el sexo mismo.
Los libros de los rockeros, coherentes, gentiles, adultos, son en ese sentido tantas lápidas a esa ilusión rota. El pensador inglés Mark Fisher, que desarrolló toda su filosofía en un blog llamado K PunK, lo dijo mejor que nadie: Es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Bob Dylan quizás lo entendió mejor que nadie y no fue a recibir el Premio Nobel de Literatura, acaso porque era otra señal de ese fin del mundo. A Bob Dylan, el cantante, el compositor, el profeta, le quedaba chico el Nobel de Literatura. Al escritor de dos libros mediocres le quedaba grande. El
rock tenía sentido cuando era algo más que literatura, y la literatura cuando era algo más que la rama final de la sociedad del espectáculo.