Estrenado dentro del 7° Festival de Artes Circenses, Charivari (palabra arcaica que significa celebración bullanguera), encuentro bienal instalado desde 2015 en Matucana 100, “El último apaga la luz” brinda todo un hallazgo; empezando por el asombro que despierta su extraordinario despliegue de creatividad. Es el Opus 2 del grupo Ni Desnudo ni Bajando la Escalera, colectivo multidisciplinario que tomó el nombre de su debut en 2016.
La primera sorpresa es que su fina sensibilidad, compleja estética y singular relación que establece entre personaje y objetos hacen que no parezca una propuesta chilena, sino una foránea. Lo que no es raro, puesto que el talentoso Andrés Labarca —líder del grupo, director y único intérprete (a la vista) del espectáculo— reside hace años en Francia donde se formó como artista circense especializado en técnicas de equilibrio y movimiento acrobático.
Otra novedad es que ya que su punto de partida es el llamado mal de Diógenes, trastorno que lleva a la acumulación obsesiva de cosas, la obra se abre con la más abigarrada escenografía de que tengamos memoria, una vivienda que casi es imposible identificar tras ese caos organizado. En él su habitante se desplaza con increíble comodidad, pero algunos trastos comienzan a caer. Tal parece que hay una segunda presencia en el lugar, en un momento la puerta del pequeño baño decide dejar encerrado al tipo y se empiezan a multiplicar los eventos cada vez más extraños e inexplicables.
El resultado, más que circo contemporáneo, según se lo define, califica mejor a nuestro juicio como un estupendo exponente de teatro visual y físico teñido de surrealidad y absurdo. Sin palabras hace desfilar una sucesión de escenas breves separadas por apagones, que dan forma a las visiones alucinadas de una mente disgregada. En ese delirio se yuxtaponen imágenes inquietantes, paradójicas, a veces turbadoramente sensuales o con un sentido del humor muy particular. Otras, tan pasmosas que dejan atónito: de pronto el lugar semeja estar en una selva tropical o se convierte en un barco en altamar, mientras que en un momento el hombre parece levitar desprendido de la fuerza de gravedad. Los gestores arriesgan también el concepto de obsolescencia programada, que aporta otra lectura, más alegórica y menos convincente: este es el tormentoso adiós de un individuo —emblema de un modo de vida marcado por la soledad y el vacío existencial en medio de la acumulación de bienes inútiles y sus residuos— que en vista de que ya cumplió su etapa planificó su propio fin.
Los 10 minutos iniciales se demoran en entrar en materia, y el remate requiere de un ajuste. Pero la hipnótica ejecución de Labarca con la ayuda de dos asistentes más allá del decorado resulta no menos que virtuosa; sobre todo tomando en cuenta la magia de los logros visuales, y que la mayor parte de los efectos se preparan en la oscuridad. Los apagones suelen ser muchos y largos, aunque lo que sigue siempre impresiona lo suficiente para hacer que la espera valiera la pena. La música atmosférica y los exactos movimientos de luces son notables, en tanto el sonido trabajado de modo estereofónico es de gran impacto (cuesta dudar de que tras la pieza —y el escenario— no pasa de veras un tren).
Matucana 100. Miércoles a sábado, a las 20:00 horas. Domingo, 19:00. Hasta el 30 de junio.