Todo parece convicción en el guitarrista riojano Pablo Sáinz Villegas. Su manera de tocar busca que cada nota, cada motivo, cada frase sean significativos: los ritardandi son frecuentes, así como el uso de un extenso vibrato, y el efecto de estirar la altura de ciertas notas con un resultado muy atractivo. Sáinz entrega la música con un virtuosismo que apabulla y que combina con un sentimiento que a veces puede rozar la afectación, pero que siempre seduce. El potente sonido de su guitarra, junto a la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por Francisco Rettig, llenó un teatro Corpartes con un público muy entusiasta.
El intérprete comenzó con el Concierto para guitarra y orquesta (1999) del norteamericano Elmer Bernstein, famoso por su música para películas, cuya tradición deja huellas en esta pieza característica. El primer movimiento es una suerte de homenaje a la guitarra —de hecho, se llama así: “Guitar”— y está construido sobre las notas que suenan al aire en este instrumento. Como melodía, arpegio o acorde, esas seis notas son el material temático que alterna con gestos claramente cinematográficos. Lo mismo ocurre en los siguientes movimientos: “Reflections”, que tiene una cadenza con ecos españoles, y “Celebration”, con ritmos contrastantes.
La Sinfónica, aquí en las experimentadas manos de Rettig, suena muchísimo mejor cuando se presenta en teatros como este que en el propio del CEAC que todavía la alberga: la justicia acústica hace que el sonido sea brillante, muy adecuado a las exigencias de la partitura de Bernstein, que necesita, además de todas las fuerzas orquestales, siete percusionistas. Como encore, Sáinz tocó, muy reflexivo, “Recuerdos de la Alhambra” (1896) de Francisco Tárrega, un hit en las audiencias.
Siguió otra obra de éxito asegurado: de Joaquín Rodrigo, el “Concierto de Aranjuez” (1939), el más popular de los que se han escrito. El guitarrista se paseó seguro por esta partitura que es un inspiradísimo concentrado de la música española. El segundo movimiento tuvo a un excelente Rodrigo Herrera en el corno inglés para presentar el famosísimo tema, y la Sinfónica estuvo atenta y concentrada, disfrutando también con esta música. Sáinz todavía quiso ofrecer un último número, la “Gran jota de concierto”, también de Tárrega, que exige una variedad de recursos en los que el músico deslumbró con su destreza de película.
Antes, la Sinfónica había interpretado “Estancia”, que reúne cuatro danzas del ballet compuesto en 1941 por Alberto Ginastera, que homenajea a la música gaucha, y que Rettig dirigió con elegancia y energía. Para el final, la Rapsodia Rumana Nº 1 (1901) de George Enescu, en un concierto de favoritos del público, todos con un marcado sello nacional.