Admirable a muchos respectos es la entrega por el Teatro Municipal de este demandante título, tras 32 años de ausencia y con dos elencos. Esta coproducción con Ópera de Colombia sugiere una bienvenida colaboración con otras casas del continente.
Bajo la dirección de Pedro-Pablo Prudencio, la Filarmónica de Santiago —reforzada para aproximarse a los 114 instrumentos previstos por la orquestación straussiana— resuelve con éxito las exigencias de coordinación, transparencia, volumen y dinámicas cambiantes que impone la partitura, contrastando su dulzura y melancolía con la suntuosidad, brillo y poderío orquestal que caracterizan a este compositor.
El régisseur Alejandro Chacón acierta en no intentar ninguna arbitraria transposición de época ni interpretaciones personales que improbablemente superarían la magistral textura teatral-musical de Hofmannsthal y Strauss. Hay una preocupación loable por respetar el libreto y las minuciosas indicaciones teatrales de los coautores, de las que existe abundantísima documentación de fuente directa. Así, por ejemplo, las introducciones a los actos I y III son ejecutadas a telón cerrado, como ellos lo previeron, sin añadir ocurrencias de su cosecha. Suele hacer reír al público, como lo quería explícitamente el compositor.
La escenografía de Sergio Loro es modesta —las limitaciones presupuestarias son inocultables—, pero funcional. La habitación de la Mariscala, alusiva a un paisaje otoñal, y el palacio de Faninal, cuyo decorado evoca una selva caribeña, si bien sin mayor valor estético, son ingeniosos y tienen un sentido, como se explica en el programa de sala. La iluminación de Ricardo Castro y el vestuario de Adán Martínez (diseñador uruguayo radicado en Bogotá, donde falleció el año pasado), compensan en parte el insuficiente esplendor y boato que deberían rodear a la Mariscala y a Faninal.
El solo hecho de desplegar un segundo elenco como este para Rosenkavalier es de suyo notable: de la treintena de personajes de esta compleja comedia para música, solo dos son extranjeros, y el resultado es altamente encomiable. Muy pocos teatros latinoamericanos pueden lograr hoy otro tanto. Además del alto desempeño vocal de los cantantes, destaca la soltura con que asumen sus complejos roles —casi todos por primera vez—, volcándose por completo a la acción, aunque les habría sido excusable que estuviesen más pendientes de la batuta del director que de su momento teatral en escena.
Evelyn Ramírez muestra una vez más una gran capacidad y versatilidad para encarnar con éxito nuevos roles, aunque sean muy difíciles, como lo es el de Octavian. Paulina González, moviéndose con naturalidad a la altura vocal de la Mariscala, logra un justo equilibrio entre melancolía y comedia. Su final del primer acto es balanceado, sin incurrir en sollozos que restarían impacto a sus reflexiones precedentes sobre la levedad en dar y en dejar. En uno de los estrenos europeos de su obra, Strauss mismo hizo recordar a la cantante que se trata de una comedia, no una tragedia. El bajo barítono alemán Johannes Stermann es un Ochs de imponente figura, con controlada caracterización del rol: un noble de provincia, burdo, tosco, fanfarrón, pero nunca un patán grosero; olvidarlo —como suele ocurrir— puede cambiar el efecto completo de la obra, haciendo descarrilar la comedia en farsa. De bello timbre y delicados piani, Catalina Bertucci encarna a una Sophie tierna y juvenil. Bien logrado el Faninal de Javier Weibel. Vocal y actoralmente muy interesante el cantante italiano del coreano David Junghoon Kim, personaje que admite una aproximación paródica, lo que explicaría su extravagantísima vestimenta. Parejamente sólido es el desempeño del resto del conjunto de solistas y del coro.
En suma, un segundo gran resultado en lo que va de la temporada lírica 2019, y no es excesivo ni chauvinista estimar que esta versión estelar marca un hito en el desarrollo de la ópera nacional.