“Este año nuestro país crecerá entre 3% y 3,5%”, declaró el Presidente de la República en su Cuenta ante el Congreso Pleno. Los rostros de varios de sus ministros delataban cierta desazón. No olvidan que lo que llevó a los votantes a marcar Sebastián Piñera en la boleta electoral fue la promesa de “duplicar la tasa de crecimiento” de la administración anterior. Este año al menos, no importan los motivos, esa promesa no se estaría cumpliendo.
Las palabras del Presidente, se dice, estaban destinadas a ajustar las expectativas de los agentes económicos. Lo que no siempre es evaluado adecuadamente, sin embargo, es su impacto en la sociedad. Especialmente en las clases medias, que son las más expuestas a las contingencias de la economía, pues, en comparación con los grupos más pobres y las clases altas, dependen más de los ingresos variables y viven más endeudadas. Para ellas, las palabras del Presidente podrían ser la confirmación de haber entrado a una nueva era, en la que el crecimiento económico ya no será esa palanca de movilidad social que marcó la vida de sus padres o abuelos.
Las elevadas tasas de crecimiento, más políticas públicas
ad-hoc, significaron que desde los años noventa del pasado siglo un gran número de compatriotas saliera de la pobreza y accediera a la condición de clase media. Esto hizo que la movilidad social intra e intergeneracional se naturalizara; esto es, que se estimara normal que la vida de cada uno fuera mejor que la de sus padres, que en el curso de ella se experimentara un progreso sustantivo, y que los descendientes llegaran aún más lejos que sus antepasados. Esta certeza es la que hoy parece cuestionada.
La certidumbre de contar con una escalera social que funciona, hay que decirlo, en el mundo se ha vuelto cada vez más escasa. En Europa se pulverizó hace ya algunas décadas. Lo mismo ha sucedido en el último tiempo en EE.UU., cuyo mito nacional está fundado precisamente en la movilidad social perpetua encarnada en el “sueño americano”. La percepción reinante en Chile, por lo tanto, tenía mucho de excepcional. Pues bien, ahora parece entrar a un ciclo de agotamiento.
Seamos claros: para la movilidad social es enteramente distinta una economía que crece al 5, al 4, al 3,5 o al 3 por ciento. Ahora bien, no importa el signo político de los gobiernos, ni los argumentos de las autoridades, ni menos cuán elocuentes sean sus llamados a la paciencia: lo cierto es que la economía no crece como antaño. De aquí brota la principal mutación social que está viviendo Chile —y quizás su principal fuente de malestar—: el proceso de adaptación de una clase media que ya no podrá vivir la experiencia de sus predecesores inmediatos, que en el curso de sus vidas dieron un salto sideral en sus condiciones de existencia y en su estatus social.
La clase media de hoy sabe que por mucho que pedalee no llegará a la cima. La ilusión que movió a sus antepasados, de acceder a las formas de vida de la clase alta, es una quimera. Lo que queda entonces es defenderse con dientes y muelas para no retroceder y, enseguida, asumir su condición ya no como un estado de tránsito, como un escalón para seguir subiendo, sino como un estado terminal, como un lugar definitivo dentro del cual hay que tratar de vivir lo mejor que se pueda.
Para decirlo en jerga sociológica, cuando en su Cuenta el Presidente advirtió que 2019 “sin duda será un año más difícil”, lo que escuchó buena parte de la población es que llegó la hora de renunciar a los saltos propios de la movilidad vertical y resignarse a los pequeños desplazamientos en la estructura social propios de la movilidad horizontal. Tamaño ajuste de expectativas.