Mírenme: ahí estoy yo, en una butaca de diseño, tapizada en lana auténtica color celeste inofensivo, lácteo, los pies sobre una pequeña banqueta de cuero color visón que parece un animal agazapado. Estoy en el piso 14 del hotel Hilton de Bogotá, contiguo al predio donde se lleva a cabo la feria del libro. A mi derecha, la ventana, un paño de vidrio cortado a filo, como una fina película de agua, que separa mi habitación del abismo y por la que entra una luz silenciosa y recta, mientras yo leo un libro de ensayos con gula sexual. Las frases están hechas de palabras, pero me llegan como objetos —pedazos de metal, vigas, trozos de máquinas potentes— que me hacen cosas en el cuerpo. Abajo, el predio de la feria está repleto de estudiantes con uniformes bordó que se deslizan como glóbulos de sangre ligeros y mudos mientras yo leo de manera aluvional páginas que a veces no entiendo en absoluto, pero que una parte de mí entiende a la perfección.
Es curioso, porque hasta hace algunas horas todo estaba muy mal. ¿Qué sucedía? Nada. O, en todo caso todo, yo, de nuevo, elevada a mi enésima potencia. Yo, que llegué a las cinco y media de la mañana a Bogotá con una piedra en el pecho. Con esa piedra en el pecho desayuné, conversé, saludé, respondí
e-mails, bajé a dar una vuelta por la feria. A las dos de la tarde tuve que ir a la sala de prensa para que me hicieran una entrevista por teléfono. Mientras esperaba la llamada, me senté junto a un hombre joven encargado de los contenidos de la página web, llamado Sergio Alzate. Tenía un tatuaje en la cara interna de la muñeca izquierda que apenas asomaba por debajo de la manga: una constelación de puntos desordenados, algo alegres y sencillos, que podría haber hecho un niño con fibras de colores. Empezamos a hablar de libros. De cómo sobrevive un autor al éxito repentino. De los lectores. De las operaciones de lectura que hizo el escritor argentino Ricardo Piglia —sacando a Roberto Arlt del cajón de los desechos al que lo habían arrojado con el mote de “escritor que no sabe escribir”—, y de pronto él dijo que había leído, en un ensayo, una idea deslumbrante: que la potencia de la literatura reside no en el hacer, sino en el no hacer: en la potencia del no. Yo me quedé aturdida. Un coleóptero atrapado en una telaraña. El libro, me dijo, era del italiano Giorgio Agamben, se llamaba
El relato y el fuego y lo había publicado, en español, Sexto piso. Metí la mano en la cartera, saqué un papel cualquiera, anoté la frase, el título, la editorial. En ese momento sonó el teléfono: era la periodista que llamaba para entrevistarme. Le respondí de manera atolondrada, como si me hubieran inyectado algo enervante, eléctrico. Cuando corté, hablamos con Alzate todavía unos minutos y después nos despedimos. Bajé rápido las escaleras, como temiendo que algo se pudiera perder. Casi corrí hasta el pabellón número 3, donde estaba el
stand de la distribuidora Siglo del hombre. Pregunté dónde tenían los libros de Sexto piso. Me dijeron: “Ahí, después de ese pasillo”. Me abalancé hacia esa parte del
stand sin ninguna cautela: sin temor a que el libro pudiera no estar, sin miedo a la desilusión. Y ahí estaba:
El relato y el fuego, Giorgio Agamben, Sexto piso, único ejemplar. Lo tomé con el mismo desvarío deslumbrado con que festejaba algunas cosas en la infancia: que mi padre apareciera inesperadamente con dos entradas para el cine; que me dijeran que tenía media hora más para jugar con mis amigos; que lloviera en verano. Lo abrí. Eran varios ensayos. Miré el índice. Por intuición, supuse que el que Alzate había citado era uno que se titulaba “¿Qué es el acto de creación?”. Lo busqué y empecé a leer atropelladamente, como si leer fuera comer o besar. Y entonces me topé con esto: “El arquitecto es potente en la medida en que puede no construir: la potencia es una suspensión del acto”.
Oh.
Sentí que me golpeaban el fondo del cráneo.
Lo cerré, caminé rápido hasta la caja, pagué. La vendedora me preguntó si quería una bolsa. Dije que no. Guardé el vuelto así nomás, salí del pabellón, de la feria, entré al hotel, llamé el ascensor, subí al piso 14 y me senté en la butaca tapizada de color celeste lácteo sin quitarme el abrigo. Y leí. Con entrega, con devoción. Como leía algunas cosas cuando era chica: sin entender pero entendiendo todo. Tocando las frases como si tocara un cuerpo: “Existe una forma, una presencia de aquello que no está en acto, y esta presencia privativa es la potencia”; “la pintura es la suspensión y la exposición de la potencia de la mirada, así como la poesía es la suspensión y la exposición de la lengua”; “solo una potencia que puede tanto la potencia como la impotencia es, pues, la potencia suprema”; “el artista inspirado no tiene obra”. Alguien estaba allí, chillando desde la página: “Todo aquello que creíste, supusiste, pensaste. Todo eso: no”.
Ahora, a través de la ventana, miro la ciudad nocturna, burbujeante, los bubones trémulos de las luces de los autos, y me siento la víctima gozosa de un acto de violencia y de revelación, de un milagro, de una catástrofe.