La obra “La ciudad de la fruta”, de la dramaturga penquista Leyla Selman, es un poético y sugerente texto sobre el abuso intrafamiliar que se presenta en un momento emblemático. Cuando se ha dictado la imprescriptibilidad de los delitos sexuales y se ha lanzado la campaña “El peor abuso”, https://elpeorabuso.cl, con un video donde niños y niñas nos llaman a luchar contra el abuso sexual infantil con los lemas “detéctalo, denúncialo, detenlo”.
En ese sentido, la dramaturga se suma al gesto de otras valientes víctimas que han compartido su doloroso testimonio para visibilizar esta patológica práctica y el silencio alrededor. Ahí aparecen iniciativas como la Fundación para la Confianza, liderada por Vinka Jackson y José Andrés Murillo. Selman ha dicho: “La ciudad de la fruta es la posibilidad que tengo de reconstruir los hechos de mi infancia para experimentar un final, ideal, al que no he sabido llegar de otra manera. Este es un experimento con el que pretendo recuperar la paz que me fue arrebatada”.
Por otra parte, Leyla Selman (“El pájaro de Chile”, “Cochabamba ya tiene mar”), como autora, se suma a una genealogía literaria que ha registrado el abuso infantil dentro y fuera del núcleo familiar. Los abusos de hombres contra niñas se han registrado en obras como “Juana Lucero”, de Augusto D'Halmar (1905); luego lo leemos en los relatos “Piedra callada”, de Marta Brunet, y “Niñita”, de María Elena Gertner; y, más adelante, en 1996, en “Hasta ya no ir”, de Beatriz García Huidobro, por pensar en ejemplos de la narrativa chilena.
La insistencia en este tema como material creativo debería alertarnos sobre nuestros modelos familiares y sobre las dinámicas entre hombres y mujeres. Hay algo en las estructuras sociales que propician este delito: relaciones familiares muy verticales, autoridad fundada en el miedo, figuras masculinas omnipotentes, la actitud celebratoria de la hipersexualidad de los hombres, que encuentra su revés auspicioso en mujeres débiles, sin educación sexual y en un rol subsidiario.
Esta pieza es el primer estreno del renovado Teatro La Memoria, que se alinea en esta etapa por nuevas voces dramatúrgicas. Es un texto que ya había sido presentado en Concepción, pero en esta ocasión lo hace bajo la dirección de Rodrigo Pérez y la compañía de Teatro La Provincia. Selman es una joven dramaturga con una escritura excepcional, tan cruda como poética. El trauma se despliega por medio de imágenes sensoriales de alto vuelo poético y una sugestiva estrategia textual. Destacan las imágenes del calor en la ciudad del verano, la alusión sexual de la fruta, una canción infantil. La escenografía de Catalina Devia aporta los elementos precisos para esta puesta en escena que acompaña con sobriedad, respeto y solvencia las zonas para el recuerdo, la terapia y el enfrentamiento.
En cuanto al elenco, destaca el lenguaje corporal de Catalina Saavedra para interpretar a la niña-adulta dañada que oscila entre el dolor, la rabia y el abandono. Una interpretación que recuerda a Saavedra en su rol en la obra “Gladys”, sobre una mujer con Asperger, donde las grietas de la salud mental toman forma en miradas perdidas, movimientos rígidos y frases poco adecuadas. Luego está la psicóloga, Marcela Millie, que calla e interviene; a modo de un narrador brechtiano nos guía con voz de experta por el perfil psíquico de la víctima y las etapas del tratamiento. Más allá hay cuatro hombres, interpretados por Francisco Ossa, Jaime Leiva, Marco Rebolledo y Guillermo Ugalde, que se paran y se sientan en algo que funciona en “el banquillo de los acusados”.
El montaje nos propone que como público acompañemos a la protagonista en este proceso. Dice: “Yo hoy día me vengo a sanar de cuatro personas que me hicieron daño, el Superman, el abuelo, el Maradona y el almohada”. Un proceso que avanza a tropezones, como lo es toda aproximación a un trauma. Por ejemplo, duele escuchar la escena cuando la niña-adulta recuerda, a partir del personaje del dibujo animado “Heidi”, los abusos del abuelo: “Abuelito, dime tú, ¿por qué tengo que besar tu boca pestilente? ¡y tantas veces, dime tú! ¡por qué tengo que sobajear tu pene dormido, flácido, blando, fofo, laxo, flojo, triste, gelatinoso!, ¿dónde está mi abuela? Abuelito, dime tú, yo debía ser tu Heidi, no porno, no sexy, una Heidi no más, porque me gustaban las flores y siempre estaba roja por el sol que me teñía, una y otra vez me teñía…”.
En esta pieza, también, hay espacio para una herida social cuando se nombra a la dictadura como un contexto que amparó el abuso a los cuerpos y mentes de ciudadanos y ciudadanas que la protagonista comprende con algo de rezago, pero con paralelismo con su historia personal. Ella dice: “1983, tengo 7 años, estamos en tiempo de dictadura, a mucha gente la están fracturando, partiendo, violando, paralelo a mi vida, en el mismo momento en el que me comen a mí, pero yo no tengo idea, porque tengo 7 años y mi familia materna está duramente convencida de la legitimidad del dictador…”.
Y, además, en esta obra hay una reflexión sobre la salud mental; cada tanto, la psicóloga saldrá a dar contexto de esa persona con trastorno límite de la personalidad, instruyéndonos sobre las particularidades de la anomalía, donde la desregulación emocional comanda la ansiedad, la madurez, la depresión.
La obra avanza de modo circular, los textos se reiteran, y de este modo se nos escenifica la imposibilidad de reconstruir completamente el trauma y alcanzar completamente la sanación. Los cuatro hombres que aparecen y desaparecen inquietos cada tanto, son dominados por el desprecio, la grosería, la negación, la indolencia. Cuatro hombres que no acusan recibo del golpe que infligieron en la pequeña niña y que con su indiferencia la revictimizan.
Leyla Selman, con una pluma exquisita, alumbra con belleza el horror, y nos obliga a mirar ese abuso naturalizado que ha dejado truncado a tantos niños. Un abuso presente en muchas familias que lo han escondido bajo la alfombra sin escuchar, sin nombrar, sin reparar. La obra es un remezón, porque alrededor del trauma hay un gesto intestimoniable y desesperado: “Estoy aterrada, me quedo ahí malformada, patética, meada y con la vida a cuestas...”.
Este montaje ofrece muchas revelaciones. Me quedo con una. Comprender que en el proceso de reconstrucción quizás no se logrará el arrepentimiento de los monstruos, pero sí el acompañamiento de un grupo de personas que contengan y cuiden ese relato que se entrega como sacrificio. Ahí tiene que estar la comunidad, en la respiración contenida de la compañía La Provincia y sus actores de oficio; en la solidaridad de un director teatral como Rodrigo Pérez, que desde el inicio nos conduce con cariño y se aleja de todo sensacionalismo. Y, también, de un público que asiste para decir “sí, te creo”; “sí, estaré atento, lo denunciaré, lo detendré”.