Hay quienes dibujan en su propia trayectoria vital, como en un resumen, las características y vicisitudes de su tiempo. Y lo notable es que en una parte de ella van a la saga de los días, pero de pronto, y sorpresivamente, los anticipan y los empujan.
Fue el caso de Carlos Altamirano Orrego.
La clase social a la que perteneció (y que él paradójicamente creyó era uno de los factores fundamentales de la vida), en vez de atarlo a los intereses de las minorías dominantes, lo empujó, en una especie de formación reactiva, a oponérseles. Su porte y su actitud, y el tono displicente que a veces adoptaba, trufaban con un leve aire paternalista su promoción de los intereses populares; pero no obstante estuvo sinceramente convencido, y no se equivocaba, que al promoverlos el mundo sería mejor. Y es quizá esa obvia contradicción entre su clase de origen y su adscripción política la que explica, en buena medida, la ojeriza y casi el odio que suscitó entre sus enemigos políticos. Catalizó, como casi ninguna otra figura de su tiempo, la adhesión y la distancia, el apego y el desprecio, el amor y el odio.
Como la mayor parte de quienes se dedicaron entonces a la política, se tomó en serio las ideas hasta casi intoxicarse con ellas, como lo prueba el hecho de que leyó el acontecer de Chile —del que era partícipe— como un guion que los manuales ideológicos anticipaban. Por eso no deseó la violencia, solo que en algún momento la creyó inevitable. Fue la tragedia de esos días: creer que la facticidad de la historia suprimía o hacía innecesario detenerse a pensar si el acontecer era bueno o malo. Su amenaza de crear uno, dos, tres Vietnam, en los espesos días de septiembre de 1973 (y que solieron esgrimirse como la excusa para perseguirlo), no eran un deseo moral: era lo que entonces se creía fruto de la inevitabilidad histórica.
Hasta ahí Carlos Altamirano fue a la saga de los días. Pero pronto se anticipó a ellos.
Comenzó a empujarlos y a ponerse por delante más tarde, en el exilio, cuando la experiencia de vivir el socialismo real y el ahogo de las libertades le enseñó que una cosa eran los conceptos ideológicos, el dibujo de los libros, los entusiasmos teóricos, y otra muy distinta, la realidad, que cuando se dejaba cegar por los conceptos la política no hacía el bien que declaraba, sino el mal del que abjuraba.
Entonces empujó la renovación y lo que entonces, a comienzos de los ochenta, se llamó la convergencia socialista.
Ese proceso que Altamirano empujó, aunque ni suela subrayarse, fue la conditio sine
qua non —la condición sin la cual— la Concertación de Partidos por la Democracia no habría existido. Sin que el socialismo se renovara, recuperara sus viejos e íntimos lazos con la democracia como forma de vida, y comprendiera los desafíos de la modernidad, algo en lo que Altamirano insistió una y otra vez, el fenómeno político y cultural de la Concertación no se habría producido. Carlos Altamirano contribuyó mediante un sosegado trabajo, tejido de conversaciones y de encuentros, a una renovación intelectual del socialismo chileno y, por esa vía, de la cultura pública de Chile.
Si hasta el golpe estuvo a la saga de los días; luego de su exilio estuvo por delante.
Ejecutó además un gesto notable y digno que a la hora de su muerte —a la hora de hacer el balance del debe y el haber de la propia existencia— es indispensable reconocer. Se decidió por el silencio como una forma de reconocer la propia responsabilidad y, al mismo tiempo, permitir que otras voces aparecieran. Fue, a su modo, un gesto edípico: dañarse a sí mismo para tomar venganza de su destino.
Y fue también su manera de dar una lección.
En tiempos en los que todos eluden la propia responsabilidad, se emboscan en la niebla de los años y luego de haber participado de la dictadura ejercen como ministros y hombres públicos sin nunca haber reconocido responsabilidad alguna, Carlos Altamirano Orrego dio un ejemplo de dignidad personal y política al decidir, sin que hubiera motivos objetivos para ello, autoexiliarse de la vida política: fue su forma de dar una lección a quienes piensan que la vida pública admite cualquier disfraz y tolera cualquier olvido.
Hay pocas figuras que en la historia política chilena resuman mejor que Carlos Altamirano la índole de la vida política, el vicio y la virtud que la constituye.
El vicio es el exceso de las propias convicciones; la virtud, de la que Altamirano es un ejemplo, es la capacidad de eludir el hechizo que provocan y, no obstante, seguir siendo el mismo.
Carlos Peña