Cada tanto, cuando era chica, me obsesionaba con alguna pregunta. Recuerdo que un día, mirando la cantidad de juegos de mesa que colmaban los placares de mi cuarto y decidiendo cuál iba a elegir, me pregunté: “¿Qué son las ganas?”. Durante mucho tiempo apliqué la pregunta a todo lo que implicara una decisión: ¿cómo me daba cuenta de que quería jugar con el Cerebro Mágico y no con el Mecano? ¿O que una tarde tenía más ganas de ver a mi amiga Cecilia que a mi amiga Patricia, o que prefería comer asado y no ravioles? ¿Y cómo sabía que ya no quería seguir leyendo, sino salir a dar vueltas en bicicleta? Era una pregunta descomunal acerca de la pulsión y el origen del deseo, que todavía intento —cada vez con menos éxito— responder. Pero había otras.
Por esos años iba mucho al cine con mi padre y solía preguntarle por la calidad de los actores. “¿Ernest Borgnine es buen actor?”. “Sí, decía mi padre, buenísimo”. “¿Y Clint Eastwood?”. “No, pero hace bien de
cowboy”. “¿Y Yul Brynner?”. “Un desastre, pero
Oestelandia es una linda película”. Hasta que me di cuenta, con cierto susto, de que alguna vez iba a tener que decidir por mí misma, sin depender de la opinión de otros. Pero, ¿cómo iba a saber qué libros, películas, músicas y obras de teatro eran buenas o malas sin contar con el veredicto de mis padres? Es posible que la obsesión que nació entonces —la búsqueda de un criterio propio que es, en el fondo, lo que todo periodista necesita: una mirada sobre la realidad— se haya visto estimulada, en esos primeros tiempos, por el hecho de que en mi casa parecía reinar un criterio a la vez omnívoro y selectivo que yo no encontraba replicado en ningún otro hogar que tuviera a mano. Por ejemplo: mi madre creía que era tan buena la música de Beethoven como la de Mozart, Strauss y Joan Manuel Serrat, pero detestaba a Julio Iglesias, Camilo Sesto, Raphael, María Martha Serra Lima, Wagner y Alberto Cortés. Adoraba a Camarón de la Isla, Paco de Lucía, Amália Rodrigues, Joan Báez, pero se aburría con Bob Dylan y el
jazz le parecía “música para lavar los platos”. El tango le gustaba moderadamente, casi solo en la voz de Julio Sosa, y no soportaba al “Polaco” Goyeneche porque decía que era desafinado. Su devoción por Cafrune, Julia Elena Dávalos, Alfredo Zitarroza y Los Chalchaleros se transformaba en una selectividad extrema en el caso de Mercedes Sosa, de quien solo podía “soportar” la primera época, y con esfuerzo. Odiaba el cine y la ópera, pero le encantaba el teatro, y leía poco pero bueno: poesía del siglo de oro español, grandes autores argentinos y la fenomenal revista
Claudia. Mi padre, por su parte, solo escuchaba —muy poca— música clásica, odiaba el teatro, iba al cine cuatro veces por semana, leía toneladas de cómics y era un depredador literario. Mezclaba Ian Fleming y Wilbur Smith con Vargas Llosa, Ray Bradbury, Arthur Rimbaud o Edgard Allan Poe, y cuando entraba a las librerías de usados salía con pilas de libros de autores nacionales desconocidos, editados por sellos ignotos. Así fue como descubrió a un argentino, Juan José Manauta, de quien leyó todo lo que pudo encontrar, que hoy es tenido por autor excepcional, pero a quien por entonces no conocía nadie.
Esos frankensteins culturales, que antes que formarse a partir de prejuicios parecían constituirse a base de una intuición silvestre (seguramente no era así), fueron, quizá, los que permitieron que, siendo hija de una pareja de clase media ilustrada cuya progresía se acababa ante la idea de la independencia filial —sobre todo si se trataba de la hija mujer—, me declarara, ya en la adolescencia, refractaria al casamiento y la reproducción, y me emocionara —todavía me emociono— con esa frase final del libro de Simone de Beauvoir,
La ceremonia del adiós, donde relata crudamente la agonía y la muerte de Jean-Paul Sartre: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo”. Me declaré tempranamente atea, anarquista, feminista y defensora del concubinato para completar el cuadro. Uno de los riesgos de propiciar el criterio propio en los hijos es, supongo, que el criterio de los hijos no coincida con el de los padres. Los míos lo aguantaron bastante bien.
Pero ni siquiera he llegado a lo que iba. Entraba en la adolescencia cuando mi madre compró dos o tres cuadros de una pintora nacida en Viena y residente en la Argentina llamada Mariette Lydis. Estaba de moda. No tenía ningún prestigio. Pintaba cosas que, haciendo una comparación odiosa, me parecían el equivalente a un muñeco de peluche,
kitsch y sensibleras. A mi madre le parecían conmovedoras, dulces, y la hacían llorar. Las dos o tres láminas originales que compró aún permanecen colgadas de una de las paredes del
living de la casa donde me crie. Yo nunca les presto atención. Pero el otro día me topé con la portada de un suplemento cultural argentino anunciando que el Museo Sívori, de Buenos Aires, haría una gran muestra con la obra de Mariette Lydis. En el interior, el artículo decía que su obra está en el MoMA y en Florencia, que en Europa no para de valorizarse, aunque aquí, en la Argentina, fue “relegada como una pintora ingenua”. Mientras leía eso pensaba, confusamente, dos cosas. Que las pinturas de Mariette Lydis siguen sin gustarme; que hay una parte de mí que a veces, cuando limpia la casa, todavía canta canciones de José Luis Perales como las cantaba con mi madre cuando era chica. Y que no sé si es mi peor parte.