“Es al hombre a quien le corresponde decidir libremente sobre el sentido y su capacidad de soportar su existencia en el cuerpo”. Una frase tan lúcida, dicha por Séneca, ha sido desestimada por 2 mil años. Muertes dolorosas, desconsuelos, lamentos y temores han rodeado la agonía desde entonces. Y ha sido el Estado el que se ha encargado de velar porque suframos en la hora final.
Apenas un puñado de países se ha rebelado a ese designio y permiten que razonablemente cada uno pueda decidir cuándo apretar el botón rojo. Son los países que han aprobado la eutanasia activa; es decir, que frente a una enfermedad incurable y la existencia de dolores, se le pueda solicitar al médico que aplique una sustancia letal. Otro puñado de países permite el “suicidio asistido”, donde el médico se limita a entregar el fármaco letal, pero es la persona quien la ingiere.
En el resto del mundo la gente sigue condenada a esperar al ángel de la Muerte. Aunque pasen años, aunque los dolores sean insoportables, aunque ya no valga la pena vivir. A esperar se ha dicho. Y así, el más mínimo derecho humano, que es el de disponer de la propia vida, se ve imposibilitado de ejercerse en el más precario estado moribundo.
Eso podría cambiar en Chile, aunque me temo que llegaremos —una vez más— los últimos en la fila. Como pasó con el aborto terapéutico. Como pasó con el divorcio. Como ha pasado con tantas cosas.
Al menos, esta semana se aprobaron en la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados dos indicaciones que avanzan en este sentido. Un paso importante, pero al que le queda mucho camino por recorrer. En el que se pondrán muchas más cortapisas que patrocinios. En el que deberemos esperar todavía un tiempo. Y no solo en Chile, sino que en el mundo.
El caso del español Ángel Hernández, que hace pocas semanas ayudó a morir a su esposa con esclerosis múltiple (que llevaba años pidiéndole que la ayudase a morir), volvió a encender el debate en España, ya que el madrileño arriesga irse a la cárcel. En nuestro país, a principios de año, murió Paula Díaz, una joven de 19 años que por años pidió una buena muerte. Pero la respuesta fue negativa, tal como había ocurrido con Valentina Maureira años atrás. En Chile no se puede elegir cuándo morir. Hay que esperar. La ley es la ley.
Este es un debate que tiene que ver con la capacidad de las personas para tomar decisiones que afectan su propia vida con autonomía. Paradójicamente, la mayoría de la derecha —que suele desconfiar del Estado y defiende la autonomía individual como forma de actuar en sociedad— en materias como esta, pregona que ese mismo Estado sea el que limite la libertad (en este caso, para que se encargue de salvaguardar la vida “hasta la muerte natural”). Curiosamente, el Frente Amplio, un conglomerado que se caracteriza por subordinar permanentemente la autonomía individual al colectivo social, es el que ha defendido con mayor ahínco el derecho a la eutanasia. No cabe duda que el mundo muchas veces gira al revés.
Por cierto, la eutanasia activa requiere que el paciente esté “capacitado y consciente”, y que formule su demanda de manera voluntaria y reflexionada. Además, debe estar libre de toda coacción y se debe constatar que sufre un padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejoría. Todo lo anterior es muy importante para minimizar la posibilidad de manipulación de su voluntad por parte de terceros.
Es cierto que existe el riesgo de que los parientes traten de convencer al enfermo que —por el bien de todos— es mejor que termine con su vida. Por eso, ese riesgo debe minimizarse al máximo. Pero ese riesgo no puede ser la razón de condenar a todos a prolongar un sufrimiento en contra de la propia voluntad. Y si esto no cambia a tiempo, usted y yo seremos los próximos afectados.
Así como es perfectamente legítimo estar dispuesto a cualquier sacrificio para prolongar la vida, o que alguien quiera esperar a San Miguel Arcángel para que “escolte su alma al cielo”, también lo es creer que una enfermedad incurable — en medio de terribles dolores e imponiendo un inmenso sacrificio económico— constituye una lucha perdida que no vale la pena dar. En ese sentido, la eutanasia podría incluso interpretarse como la más firme aplicación de la libertad individual.
El mismo Séneca dijo que “nada mejor ha hecho la ley eterna que el habernos dado una sola entrada para la vida y muchas salidas”. Ya es tiempo que se desbloqueen las otras salidas y que cada uno salga por donde quiera salir.