Chiloé apareció en mi imaginario cuando era muy chica. Mi padre era diputado liberal por Concepción y su gran amigo conservador lo era por Chiloé. Me acuerdo vívidamente de los cuentos que él relataba acerca de esta isla remota y maravillosa, de la prodigalidad del mar, donde los limones eran más caros que las ostras; de la generosidad de sus habitantes, de la dignidad de su gente.
Luego me casé con quien había vivido 9 meses en la isla haciendo campaña para diputado en botes, lanchas y de a caballo, y quien, por lo tanto, tenía una vinculación afectiva con la isla. Y así, nuestro primer destino de casados y la primera vacación familiar con nuestros tres hijos fue Chiloé.
Y un día tuve lo que se llama un momento de epifanía, y me di cuenta de cuán breve y rápida era la vida y que había que cumplir los sueños; el mío era ser campesina en Chiloé. Y aquí, cerca de Tenaún, encontré mi paraíso terrenal, pequeño, pero pródigo en bienes y belleza, y allí tengo pampa con unos pocos corderos, monte, río, acantilado y una playa que compartimos armónicamente con los recolectores de algas. Es el sueño cumplido; es la posibilidad de erradicar todos los artificios y volver a la esencia propia; es el contacto con la naturaleza en su belleza, pero también en sus exigencias y rigores; es un tiempo en que solo importa hacia dónde sopla el viento y si es norte o es sur; es bañarse por horas en el gélido mar, a veces a no más de 12 grados, junto a toninas danzantes, cisnes de cuello negro y lobos de mar, mirando los volcanes, protegida por atrás por el inmenso bosque virgen; es esperar con ansias cuán generosa va a ser la marea baja ese día y cuál será la recolección de caracoles, erizos, jaibas, almejas, luche, e incluso a veces locos y ostras salvajes, productos que vienen -como bellamente describe Rodolfo Urbina- de esa "playa siempre generosa que fue la despensa inagotable en las bajamares diarias".
Chiloé es una de las culturas que hoy experimentan el dilema de la modernización. Por una parte, los beneficios claros de la economía moderna: la apertura al mundo, el cambio notable en las condiciones materiales de vida, la disminución de la pobreza, personas que padecieron hambre y hoy son orgullosos padres de profesionales, la movilidad social que permite que los jóvenes chilotes no estén condenados a vivir la misma vida precaria de sus abuelos y tatarabuelos, experiencias más variadas, más ricas, con mayores oportunidades, más autonomía y horizontes más abiertos.
Pero sabemos también que la modernización trae consigo costos. El fin de las certezas, el debilitamiento de las pertenencias, la inseguridad, la pérdida de identidad. Y eso hace que Chiloé sea simultáneamente aliado y esté en rebeldía con la modernidad. Si la cultura trata "de la conservación de lo tradicional y transformación de lo nuevo", se requiere fuerza creativa, voluntad de resistencia y flexibilidad de adaptación -si es que todo ello fuese compatible y posible, como yo lo espero- para mantener las costumbres, los ritos, una cierta continuidad con la historia sin que ello implique abrazarse a la esterilidad del pasado. ¿Será ello posible si finalmente el puente se construye?