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Editorial
Viernes 07 de diciembre de 2018
Desigualdades entre regiones
La crítica tan habitual de que Chile debe estar muy insatisfecho con las últimas décadas de desarrollo, porque la desigualdad se ha mantenido elevada, no se sostiene.
Chile, sin dudas, es un país de elevadas desigualdades. Sin embargo, ellas esconden a menudo los importantes avances que se observan en diversos indicadores que mejoran el bienestar y las capacidades de las personas. Es muy distinta una desigualdad considerable ahí donde hay un estancamiento prolongado que la que existe en una nación donde se evidencian progresos sistemáticos. En ese sentido, focalizarse solo en la desigualdad constituye un mal indicador de calidad de vida o de desarrollo.
Un reciente estudio del PNUD permite realizar un análisis matizado de esta situación en el país. En efecto, se detecta un alza significativa en el índice de desarrollo humano (IDH) de todas las regiones de Chile entre 2006 y 2017. Este índice intenta medir las potencialidades de las personas para llevar una existencia larga y saludable, adquirir conocimientos y destrezas para proyectar su futuro y acceder a un nivel de vida digno. Más aún, muestra que las regiones que más progresaron en su IDH son aquellas que estaban más rezagadas. Como resultado de este fenómeno, las diferencias interregionales se han reducido. Esto evidencia que nuestro país tiene la capacidad de seguir aumentando el bienestar de la población.
Se ha hecho amplio caudal de que Chile estaría desprotegiendo a muchos de sus habitantes y que la desigualdad, que históricamente ha sido elevada, estaría en aumento, pero estos antecedentes y otros que se han divulgado en los últimos años revelan que esa hipótesis no se sostiene. Por supuesto, hay problemas agudos y persisten diferencias relevantes en ingresos, escolaridad y cobertura de salud entre regiones y al interior de ellas. Pero estas brechas, en lugar de aumentar, retroceden.
Por cierto, es deseable que estas distancias se reduzcan aún más rápido. Para ello se requiere afinar las políticas públicas y atender de una manera más precisa las carencias observadas. Pero muchas de las reformas que habitualmente se desarrollan o de las inversiones que lleva adelante el Estado no abordan esta realidad. Son demasiado gruesas para dar cuenta de los desafíos específicos en una región en particular.
Por ejemplo, la proporción de trabajadores asalariados con ingresos bajos es dos y hasta tres veces mayor en las regiones del Maule y La Araucanía que en las de Antofagasta o Magallanes. Sin embargo, nuestras políticas de capacitación, por ejemplo, no se hacen cargo de estas circunstancias. Tampoco la política pública y de asignación de recursos, a propósito del último debate presupuestario, es muy sensible al hecho de que hay todavía importantes diferencias regionales en escolaridad o en cobertura de médicos especialistas.
Si bien estos avances no están perfectamente correlacionados con el crecimiento económico, este influye en el cierre de las brechas regionales, particularmente por sus efectos en ingresos, reducción de pobreza y mayores oportunidades en educación y salud. Un crecimiento económico acelerado ayuda a producir convergencia entre regiones, pero ello rara vez se considera en el análisis. Y si bien no necesariamente ayuda a corregir desigualdades de ingresos, sí puede elevar significativamente los índices de desarrollo humano y a través de esta vía el bienestar de la población.
En ese sentido, la crítica tan habitual de que Chile debe estar muy insatisfecho con las últimas décadas de desarrollo, porque la desigualdad se ha mantenido elevada, realmente no se sostiene. Indudablemente es importante no desconocer esta situación y abordar con criterio su reducción. Pero la realidad es que la calidad de vida de la población está mejorando y ello está ocurriendo en todo el territorio e incluso las brechas que existían entre distintas zonas del país están en franco retroceso.