Gabriela Mistral y Hannah Arendt nacieron en un mundo de hombres atreviéndose a ingresar furtivamente y residenciarse definitivamente en él. Se negaron a aceptar que en ellas solo valía su cuerpo y no su espíritu, su emoción y no su razón, la privacidad del hogar y no la publicidad de la esfera pública. En su bregar, una se reconoció como descastada y la otra como paria. Mujeres sin hijos carnales, una por opción vital y la otra por imposición fatal, hicieron de la palabra y de la acción instrumentos de pensamiento crítico y justiciero. Fueron lo que amaron y amaron bien. Una hizo de su identidad de indoamericana una razón de su existir; la otra defendió como judía a su pueblo amenazado de muerte total. El trabajo de ambas fue el intelectual y el magisterial. Aunque la publicidad no era de su agrado, comunicaron sus ideas e ideales en forma tan lógica y persuasiva, que las hicieron recados para la acción.
Gabriela Mistral y Hannah Arendt actuaron en un mundo de totalitarismos y autoritarismos que parecían vencer. Combatieron los imperialismos proletarios o raciales, justificados en los nombres de supuestas leyes de la historia y de la naturaleza, así como autoritarismos fundados en un anticomunismo ramplón.
Ambas, una descendiente de la tradición judeocristiana, la otra hija del pueblo hebreo, solo tuvieron palabras de condena en contra del antisemitismo. La indoamericana -descendiente de campesinos y profesores rurales- puso sus esperanzas en las reformas socioeconómicas, tal como la judía norteamericana -hija de una burguesía ilustrada alemana de entreguerras- las depositó en las reformas políticas que condujeran a una nueva república. Las dos cuestionaron las democracias liberales, las de Congresos y partidos que escamoteaban, para la primera, los cambios sociales y para la otra, la acción ciudadana. Hubo momentos en que estas mujeres, sin ideología definida ni partido político, se quedaron completamente solas, pues la crítica de sus plumas alcanzó a todos los bandos en contienda, incluso a sus nacionales. Pero siguieron su camino, aunque sabían bien que no emprendían un alegre paseo.
La muerte no las encontró desprevenidas. La indoamericana cultivó una profunda y atormentada religiosidad. Educada como católica, inquieta echó mano del panteísmo indiano, de la tradición hebraica, del budismo meditativo, de la teosofía esotérica y sobre todo del amor a su Cristo crucificado. Murió reconciliada con la fe de sus padres, rezando los salmos del buen David, que de niña le enseñó su abuela, y pidiendo ser enterrada con los hábitos del santo de Asís, a quien tanto admiró en su amor compartido por los pobres y la naturaleza. La judía alemana, nacida de la tradición hebraica -que nunca renegó-, hizo de la contemplación filosófica, no de la religión, el centro de su espiritualidad. Aunque actuó y mucho, no buscó la inmortalidad que ofrece el mundo, sino que el pensar quieto de la eternidad. Misteriosamente, mientras volvía al mundo del espíritu, de vuelta a sus amigos griegos de su primera juventud, murió siendo enterrada rezándose el Kadish.
En los tiempos que corren es justo recordar a estas mujeres del espíritu, Hannah Arendt y Gabriela Mistral, que se atrevieron a gobernar en un mundo de varones.
Sergio Micco Aguayo
Abogado Profesor del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile