Pocas ciudades chilenas cuentan con un patrimonio urbano tan valioso y coherente como Chillán. Después del terremoto de 1939, del que sobrevivió apenas un puñado de edificios, la ciudad fue vuelta a levantar con rapidez y generosidad, concentrándose numerosas obras modernistas, públicas y privadas, bellas y de excelente calidad constructiva. A lo largo de 80 años, en las 12 x 12 manzanas que definen su centro histórico, se han respetado los elementos urbanísticos que constituyen la imagen armónica de una ciudad (alturas, fachadas continuas, vegetación y pavimentos) y que solo logran consolidarse en el tiempo gracias al rigor de sus autoridades responsables. Chillán se ha mantenido, hasta ahora, a salvo de la voracidad inmobiliaria, respetando arquitecturas y modos de vida, conjugando tradición y modernidad. Los grandes edificios públicos, los conjuntos habitacionales y el equipamiento del centro mantienen una altura moderada y homogénea.
A estas alturas de nuestra historia, siguiendo los ejemplos de ciudades que ya pasaron por procesos de renovación urbana mediocre en sus centros históricos y que hoy lamentan a viva voz e intentan revertir, como Valparaíso, Puerto Varas o Santiago, entre otras, uno creería que Chillán tendría aprendida la lección sobre qué debe hacerse para densificar con calidad, sin sacrificar los valores de la ciudad. Pero, a punto de convertirse en capital regional, se promulga un nuevo Plan Regulador que, argumentando evitar la expansión urbana, limita la altura fuera del centro histórico a 3 pisos y, al interior de él, permite que esta sea prácticamente libre, a medida que se acerca a la Plaza de Armas. ¡Una verdadera receta para el desastre! En lugar de densificar con inteligencia a partir del rico paisaje urbano y arquitectónico existente, se permitirá destruirlo todo para ser reemplazado por edificios aislados y de gran altura. Algunos de estos ya se anuncian hoy.
He aquí la visión retrógrada característica de numerosos municipios chilenos, mal instruidos y mal asesorados en desarrollo urbano contemporáneo, todavía reverenciando una visión miope de negocio inmobiliario que postula -solo para beneficio privado- que el edificio más grande será el más "moderno", sin importar el efecto en su entorno y comunidades. Pero en el verdadero mundo desarrollado y moderno de hoy, aquel que admiramos de lejos, la discusión está centrada en todo lo contario: la protección eficaz de sus valores urbanísticos y comunitarios y en su interpretación contemporánea, de manera de preservar aquellos elementos ambientales que son fundamentales para la identidad histórica y el orgullo local. ¿Dónde ubica una ciudad moderna sus nuevos edificios en alta densidad? Fuera del centro histórico, obviamente, creando nuevo valor de suelo y mayor dinamismo urbano, y defendiendo lo más valioso que una ciudad puede lucir: su propia historia.