Es poco frecuente que una primera novela sea de lectura grata, tenga una historia atrayente, esté bien concebida, posea un lenguaje más bien amplio, en suma, que se acerque a una lograda construcción literaria. Esto es lo que sentimos al dar vuelta a la última página de
El final del sendero , de Carolina Brown (1984). Se nota, desde el principio hasta el final, que la joven autora ha trabajado con esmero, dedicación, sin prisas, fijándose en cada palabra, cada frase, cada párrafo y que, pese a ello, gracias a una escritura pulida, el resultado definitivo produzca una impresión general de espontaneidad y de refrescante desenvoltura. En síntesis,
El final del sendero no es ni podría ser una obra maestra pero anuncia a una escritora de talento y que podría tener una promisoria carrera.
La trama es relativamente simple y lo sería más si en lugar de haber optado por armar su relato mediante una cronología dispersa, yendo siempre de adelante para atrás o saltándose meses, años, décadas, en un contínuum narrativo dislocado, Brown hubiese escogido desarrollar su intriga en forma lineal, o sea, acudiendo a moldes clásicos y ya probados. En todo caso, cualquiera tiene el derecho a ordenar sus ficciones del modo que le dé la gana, así que por este lado no hay ninguna crítica que pueda hacérsele. Sin embargo, parece que a los prosistas de hoy, en concreto a los prosistas chilenos, les gusta enredar las cosas, son incapaces de renunciar a experimentos, tienen que dar saltos en el tiempo, recurriendo siempre a los flashbacks o a los bruscos saltos anticipatorios y, por norma, se niegan a entregar un texto que pueda parecer convencional.
Simona, la protagonista, cuyo nombre completo veremos una sola vez, ya que le dicen Simo, proviene de Villarrica, pueblo que abandonó tras la muerte de su padre y la convivencia con la madre, una mujer alcohólica, desordenada, egocéntrica, agresiva y que tiene la casa patas arriba. Su infancia estuvo marcada por la relación con Lucy, compañera de colegio y única amiga, quien se adelanta a Simo al trasladarse a la capital. La despedida es traumática y genera en la muchacha sentimientos encontrados. En Santiago, Simo se desempeña en un laboratorio de biología, pero eso lo sabremos mucho más tarde. Mientras tanto, ocupa un departamento desangelado, se dedica a correr por los cerros aledaños, busca frenéticamente a su mascota, un quiltro llamado Freddie Mercury, el que se perdió en trágicas circunstancias, de lo que también nos enteraremos hacia el desenlace y, como nos damos cuenta enseguida, pasa la mayor parte del tiempo en una soledad sin paliativos. A primera vista, este material apenas daría para un breve cuento introspectivo y he aquí que Brown, desafiando toda expectativa predecible, toda chance de aburrimiento, se las arregla para crear una narración compleja, sutil, con genuino suspenso, entretejiendo las peripecias de la heroína con pulso seguro y prudente.
Aunque desde el inicio de
El final del sendero aparecerá alguien que obedece al apelativo de Jota, Brown nos la presenta cuando ya hemos avanzado bastante en la evolución del argumento. El encuentro entre Simo y Jota, que en verdad se llama Josefina, se produce en circunstancias nada de propicias, en una situación catastrófica. A la salida de un supermercado, la heroína se topa con una mujer sentada en la cuneta, abatida, llorando copiosamente. Simo le ofrece pañuelos desechables, que Jota en principio rechaza, para después aceptarlos, sonarse la nariz y enjugarse las lágrimas. Como ambas son discretas hasta el punto de la incomunicación, ninguna le pregunta ni le explica a la otra qué es lo que sucede o ninguna se atreve a dar un paso que conduzca a un mayor acercamiento. Ambas se echan a caminar juntas, ambas descubren que son vecinas de barrio y entre ambas se produce una relación caracterizada por una suerte de mutua dependencia, un cariño un tanto torpe y una elevada dosis de ambigüedad. A lo largo de todo
El final del sendero predomina el tono menor, lo que no se dice ni se explicita y, sobre todo, la visión de cuanto acontece y de los rasgos de cada personaje bajo los ojos de Simo. Brown posee un don especial para los diálogos y ellos son fluidos, naturales, en ocasiones sobresaltados, con abundante uso de chilenismos y de la jerga adolescente vernácula, a veces punteados como si se tratara de una obra de teatro, con preguntas sin responder o bruscas exclamaciones inconsecuentes. Este rasgo da a
El final del sendero una vitalidad de la que carecería si todo el material escrito proviniese solamente de lo que piensa, dice o hace Simo en primera persona. No es un logro menor, ya que de lo contrario, este volumen sería lánguido, mortecino, adocenado, aun cuando nada de eso ocurre y tenemos, en cambio, una progresión dramática, una solvencia estilística y una sobriedad que convierten a este título en una placentera experiencia.
El final del sendero se compone de capítulos cortos, precisos y lacónicos, exceptuado el número 21, que, además de ser el más extenso y conformar un episodio autónomo, constituye el clímax de esta singular aventura. Sin aviso previo, Simo y Jota, en la cima de un monte, se enfrentan a un peligro terrible e inesperado, a un riesgo para sus vidas, del que ninguna sale bien parada y que destruirá, de manera irrevocable, el vínculo que habían establecido. Así, aparte de ser una saludable iniciación, este ejemplar concluye dejando en un muy buen pie a Brown.