¿Podría haberse desatado la protesta contra el acoso desde los ámbitos laboral, familiar o recreativo?
Sin duda que sí.
Tantísimos emprendimientos han sido objeto de denuncias por maltratos de jefes a subordinadas; y en miles de familias la violencia ha engrosado las estadísticas sobre las ofensas a la mujer; existen, además, aquellos ambientes deportivos o de recreación que han sido ocasionalmente convertidos en instancias degradantes para la condición femenina.
Pero ninguno de esos ámbitos contaba con la doble coordenada que hacía de la educación superior el lugar perfecto para que se desatara la tormenta: mujeres jóvenes dedicadas tiempo completo a formarse y con posibilidades reales de desplegarse políticamente.
Primero, la dimensión educacional.
Lo que las alumnas denuncian es un conjunto de comportamientos radicalmente contrarios a la formación que debe ofrecérseles. En los casos puntuales por los que protestan, ha habido agresión en vez de diálogo, instintos en vez de razón, degradación en vez de elevación. Todo lo contrario de lo que venían a buscar a las universidades, todo lo contrario de lo que merecían.
Pero, ¿pueden solucionarse esas faltas graves con mejores protocolos y con sumarios más rápidos? Parcialmente, sí; definitivamente, no.
Definitivamente, no, porque la única manera de afrontar el problema es insistir en la obligación de algo tan elemental e imprescindible como cultivar las virtudes. Es cierto que si al momento de seleccionar al profesorado por concursos no resulta nada fácil percibir de qué modo se comportará una persona, sí es perfectamente posible evaluarla a través de los procesos ordinarios de calificación y promoción. Durante más de 25 años, como director de departamento o como miembro de comisiones calificadoras de mis pares, tuve que leer miles de comentarios anónimos de alumnas y alumnos referidos a sus profesores. Y ahí estaba todo lo que percibían los jóvenes de nuestras grandezas y miserias: nos alababan por nuestras virtudes o pedían que enmendáramos nuestros defectos o errores. Y puedo asegurar que muchas veces, para calificar, pesaron más esas exigencias morales que los congresos o
papers.
O sea que las virtudes sí que son un tema central de la "calidad de la educación", cuestión del todo ausente en el debate de estos días.
Pero sería muy ingenuo pensar que insistiendo en la importancia de la ética personal y profesional, el problema quedará resuelto.
Nada de eso sucederá, porque corre en paralelo la dimensión política de la protesta.
El mismo repudio a la virtud que han exhibido algunas de las manifestantes es un claro indicio de cuáles son sus motivaciones últimas. Porque no ha habido virtud estética alguna en la agresiva desnudez, ni virtud de la justicia en las descalificaciones globales que han proferido y que expresan en tomas y paros, ni virtud de la tolerancia en el rechazo a sensatos interlocutores, a los que han agredido oralmente y por escrito.
En ese sentido, no acertarán ni el Gobierno ni los rectores si no logran leer lo que está sucediendo a través de las palabras de Carlos Ruiz, el principal ideólogo del Frente Amplio: "En el último ciclo histórico, las luchas de la mujer son aquellas que más han centrado -en la medida que trascienden los horizontes economicistas y ensanchan los campos de confrontación del poder vigente- las luchas que en forma más extendida han abordado el problema de la emancipación humana. Se convierten así en una causa de toda la especie humana como tal. (...) Ahí se debe situar la voluntad por avanzar hacia un nuevo ciclo de luchas emancipatorias".
Legítimo, pero muy distinto de la eliminación de los acosos.