Esta misma revista publicó el domingo pasado un apasionante reportaje, del siempre erudito periodista Pedro Pablo Guerrero, sobre el abuso sexual en la literatura chilena. Me temo eso sí que podría ampliarse a diez, quince, veinte o ciento treinta páginas más de los que tiene. La erótica más común de la poco erótica literatura chilena es la violación acompañada del incesto, que es quizás el tema de los temas de nuestra narrativa. Escribimos desde esa herida, la de la conquista o quizás antes porque nunca hemos sido, ni en tiempos precolombinos, más que una tierra tomada de hermanos y hermanas y primos y padres que no saben si son hijos de sus hijos, que solo pueden engendrar a otro a condición de saber que es de su propia sangre. Como si multiplicar esa sangre misma y única y divina, que a todos nos une, fuese nuestro destino perpetuo, como si todo lo otro, el extranjero, el recién llegado y el recién venido fuese para siempre un imposible que solo puede penetrarnos a la fuerza.
Pocas novelas representan mejor esta tendencia que
El roto de Joaquín Edwards Bello, fresco único de todas las clases sociales, de Santiago y de Valparaíso y de esa Estación Central que trae al canceroso útero de la ciudad más y más primos y primas acosadas y violadas de todas las formas posibles. Sangre nueva, peruana en este caso, que en
Charapo, de Pablo Sheng, se chileniza a través de nuevo del abuso. Esa sangre que Lina Meruane sitúa, con perfecta puntería, en el ojo de su heroína. Porque
Sangre en el ojo, el titulo de su libro, podría ser el titulo de muchos otros libros chilenos, no solo novelas sino libros tan alejados de la imaginación como
Fantasmas literarios, de Hernán Valdés, escrita con sangre en el ojo, respirada desde la herida y por eso mismo espléndido retrato de una ciudad que repite una y otra vez que "no pasa nada" mientras todo a su lado esta pasando.
Mucho antes que cualquier movimiento social la literatura chilena diagnosticó la hondura de la falla sísmica, su origen, su sentido. Lo hicieron mujeres, como Diamela Eltit, Violeta Parra o Gabriela Mistral, y hombres como D'Halmar, Edwards Bello, Pedro Lemebel y notablemente José Donoso. ¿Entendieron menos los escritores hombres, los escritores ricos (de apellidos), que las otras? ¿No le quitaron esos escritores cómodos en su rol dominante la palabra al dominado, el verbo al que sufre?
Esta no es solo una pregunta retórica. Una de las ideas centrales de la nueva moral, que despierta hoy no solo en las universidades chilenas, es que solo la victima entiende lo que sufre, que solo ella, por un tiempo al menos, puede contar su dolor. Como muchas ideas aparentemente lógicas, esta aplicada a la literatura elimina la esencia misma de este arte que no es otro, justamente, que la capacidad de hablar por otro. O por lo menos es la razón porque la mayor parte de los escritores que conozco escriben; para no ser siempre ellos mismos, para descansar o huir de las condiciones de su yo, para conseguir el imposible intento de fabricar ese yo más allá del lugar y fecha de nacimiento.
Escribir consiste en hablar por otros. Cuando era joven y alocado esto me resultaba imposible. Ahora el destino del gato que no tengo y el recuento de las novias que no me amaron me resulta cada vez más indiferente. El escritor que solo habla de su dolor me da más pena que rabia. Solo se empieza a escribir cuando se puede hacerlo indistintamente como mujer o como niño, como asesino y como muerto, para asemejar la escritura a algo así como una familia disfuncional y feliz donde nadie manda a todos y no dirige nadie. La objetividad no existe, sabemos los periodistas, pero la subjetividad sola no tendría por qué interesar a nadie más que al sujeto que la enuncia. Hablo por otros porque sé algo que otro no sabe de sí mismo: no ser siempre sí mismo. Lo hago por hablar por otros los detalles, los infinitos detalles que solo ven los ladrones o los detectives en las casas ajenas.
Quizás por eso sea Shakespeare el escritor más odiado y querido por sus colegas. Él lleva quizás hasta la última consecuencia el juego de hablar por otro. Llega tan lejos en el arte de prestarles la voz a sus personajes que termina por ser él mismo nadie, o casi: un empresario teatral más o menos exitoso que tomando con un amigo se resfrió y murió. Era católico, ateo, bisexual, culto, populachero, monárquico y demócrata, no se sabe. Era otro, era todo, a la hora de las banderas él prefirió, como dice Keats, hacer flamearlas todas. Era como Borges, ese ciego que no logró nunca el privilegio de no ser otra cosa que él mismo, un traidor y un héroe. No hay escritor, pienso, que se respete que no sea a un tiempo y al mismo tiempo, esas dos cosas a la vez.