Una obra parlanchina y estridente nos subraya cada cierto tiempo un mensaje paradójico: "Silencio, hay alguien que no escucha". Frase que sirve para el discurso verborreico de una familia de intelectuales que omite al hijo sordo y la pregunta de cómo integrar la diferencia. O bien, para generar una reflexión más amplia en torno a la verdadera escucha entre los seres humanos.
Es el caso de "Tribus", obra de la dramaturga inglesa Nina Raine, que se estrenó en el Teatro UC antecedida de reconocimientos y destacadas puestas en escena en Londres, Nueva York y Buenos Aires. En cuanto a su versión argentina, la podemos imaginar muy bien en manos del director Claudio Tolcachir, por su sintonía con la pieza "La omisión de la familia Coleman". La traducción de Rodrigo Olavarría es un muy buen trabajo, conserva la agilidad del texto e incluye pertinente referencias locales que mantienen el tono sárcastico e incisivo.
La escena inicial nos instala como un comensal más en la mesa de una familia verborreica, opinante, intensa y bastante narcisa. La primera impresión es la de un clan disfuncional, pero siempre los clanes -por más disfuncionales que sean- son particulares, y en este caso, ciertos aires intelectuales densifican la conversación. El elenco conformado por una muestra de actores heterogéneos es eficazmente dirigido por Manuela Oyarzún ("Cabeza de Ovni", "Lágrimas, celos y dudas"), quien logra imprimir un sello inconfundible a cada una de las interpretaciones: un padre, Christopher, interpretado por un Mateo Iribarren renovado que hace de un moderno patriarca erudito pero soez, que menosprecia a todo el mundo, y en especial, a todo ser ajeno a su claustrofóbico orden. Una madre, Beth (Tamara Acosta), algo chiflada y compasiva, escritora de sagas literarias que debe defenderse de las críticas ácidas del cónyuge. Luego, hay dos curiosos hijos mayores, Ruth (Andrea García Huidobro) y un inmaduro Daniel (Nicolás Zárate) que han regresado a casa tras sus fracasos amorosos y que están dedicados a experimentar en sus profesiones, ella cantando óperas, y él escribiendo una tesis. Hasta ese punto la discusión altisonante, con aullidos y acusaciones, hubiese sido una impronta estrambótica pero adquiere otro significado desde el momento que hay un tercer hijo que sufre de sordera. Un joven muy hábil en la lectura de labios, y que es capaz de recrear palabras a viva voz pero que habita otra dimensión sonora. Será él quien rompe el statu quo cuando logra salir de ese entorno.
Willy, en la exploración en el mundo exterior, conoce a la encantadora Sylvia (Ignacia Baeza), que es hija de sordos y está así mismo perdiendo la audición, y con ella experimenta el amor, la complicidad, la autonomía. Y también, gracias a ella, conoce el mundo de los sordos, aprende su idioma, consigue un trabajo y se independiza. En este proceso, Willy se distancia de su clan y regresa con exigencias, por ejemplo, que se comuniquen con él por medio del lenguaje de señas. En un punto, el hijo se ha vuelto un extranjero que necesita de una intérprete. De este modo, el núcleo del texto se bate en ese lenguaje corporal y facial, con Sylvia como mediadora, para denunciar a ese padre arrogante y castrador, el lenguaje de la crueldad y la discriminación que domina entre ellos. Ese hombre que hasta el momento se ha reído de los lugares comunes, de las organizaciones de los sordos por verlas como sectas sin ser consciente de que él mismo ha organizado un ghetto del que es complejo salir. Hay escenas hermosas con el uso del lenguaje de señas que requieren de subtítulos para los espectadores, y otras, donde un cruel sarcasmo nos hará reír con ganas.
El diseño escénico de Belén Abarzúa, funciona, como en su trabajo "Prefiero que me coman los perros", no como una decoración de fondo sino como un complejo dispositivo que encarna el concepto matriz de la pieza: dos mundos escindidos. En la mitad del escenario hay luz intensa y mucho ruido, la otra mitad está a media luz y parece una caja acústica. En la primera mitad, una familia discute y discute mientras intenta organizar una comida con nueces podridas, en la segunda mitad hay un piano que se toca o una conversación en el silencio con gestos. En uno hay una lucha de egos, en el otro, es posible el encuentro. En el espacio superior se proyectan imágenes de raíces rojas que bombean los vasos comunicantes entre los dos mundos.
Pablo Manzi, conocido por su labor como dramaturgo, sorprende en este rol entrañable de este chico frágil con valores muy nobles. Además, reproduce con verosimilitud el sonido peculiar de las voces de las personas sordas. Willy, en tanto personaje, es más que el niño sordo, es el "miembro índice" que, por medio de la diferencia, hace que su familia sea consciente de su egoísmo y su afán de maltratarse. Podemos dudar de un final tan feliz o de la bonhomía de los personajes con discapacidad versus los "normales", o, del comienzo algo lento de la primera mitad del espectáculo.
"Tribus" es un trabajo maduro y sólido que plantea cuestiones muy cautivadoras. Una familia que le rinde culto a la palabra letrada ha dejado de escuchar, para establecer monólogos que demuestran su fragilidad y ansiedad. Las discapacidades son de todos y no solo físicas. Y va más allá, indica la necesidad de romper, en un punto, con el origen para conquistar la voz propia que, luego, podrá escuchar genuinamente a otros. ¿Acaso cuando nos sumamos ciegamente a un grupo cerrado no perdemos la capacidad de reconocer nuestro timbre y de escuchar otros tonos? Y sí, también la certeza de que buscar una voz propia, ser aceptado y escuchado sin amoldarse a las convenciones, puede ser un aprendizaje doloroso pero necesario. Los que hemos escuchado sentados en las butacas, debiéramos salir distintos.