El 30 de marzo pasado, una noticia estremeció los medios intelectuales franceses y europeos: la "revelación" de que Julia Kristeva habría sido durante años una agente encubierta de los servicios secretos búlgaros.
No es necesario presentar a Julia Kristeva. Digamos solamente que sus trabajos en el campo del psicoanálisis, la semiótica y la filosofía del lenguaje, unidos a su declarada militancia feminista y a su defensa del ideario humanista ilustrado en tiempos de turbulencia política y del avance manifiesto de los detentores de posiciones premodernas en Francia y en occidente en general, han hecho de ella una de las pensadoras de referencia de esa intelectualidad que brega por un mundo abierto, tolerante, crítico, respetuoso de la diversidad y la universalidad de lo humano (recordemos solo que Macron, el actual Presidente francés, tuvo que lidiar en segunda vuelta contra el repliegue nacionalista, xenófobo y totalitario que representan Marine Le Pen y el ultraderechista Frente Nacional). Kristeva forma parte, junto con Tzvetan Todorov (otro búlgaro), de esos intelectuales "surgidos del frío", es decir, de aquellos que lograron atravesar la cortina de hierro y hacerse un lugar bajo el ameno sol de las universidades y el entramado cultural de las tan vapuleadas democracias occidentales. En Francia, esos intelectuales escapados de la órbita soviética fueron muchos: desde Ionesco y Cioran (que eran rumanos) hasta Kristeva y Todorov, sin olvidar a Kundera, pero también a Elsa Triolet (la mujer de Aragon), Romain Gary y Henri Troyat, que eran rusos.
El hecho de que "la Kristeva" -como le dicen en Francia-, que ha alcanzado la influencia y el predicamento que tuvieron Foucault, Derrida, Lacan o Barthes, y forma parte de la élite del pensamiento francés contemporáneo, venga a ser acusada ahora de haber colaborado con la Darjavna Sigurnost (la seguridad de Estado de la Bulgaria comunista), bajo la chapa de "agente Sabina", pone de manifiesto la solapada influencia de eso que otra intelectual rusa, Natacha Tcherniak, más conocida como Nathalie Sarraute, conceptualizó por primera vez en los años 50 del siglo pasado: la era de la sospecha. Claro que la sospecha para Sarraute era ante todo literaria: el lector actual, dice, desconfía del personaje de ficción porque ve en él la invención de un escritor y prefiere entonces la información directa de lo real. La era de la sospecha, hoy, entraría en la filiación de aquello que Hannah Arendt definió como "la banalidad del mal", al referirse a Adolf Eichman no como un sanguinario carnicero nazi, sino como un burócrata escrupuloso que se limitaba a aplicar una política de Estado.
En los tiempos de la hiperconectividad y la instantaneidad en que vivimos, conceptos como el de "sospecha" o "banalidad del mal" se han vaciado de sus sentidos estéticos e ideológicos y adoptan un carácter meramente operativo, lo que no significa que detrás de estás operaciones no haya nadie, más bien al contrario. Organizaciones, redes, sin duda Estados, se aprovechan de que en el caudaloso flujo de la hiperinformación cualquiera puede afirmar cualquier cosa sin que se le exija en lo más mínimo hacerse responsable de lo que dice, sin necesidad de aportar pruebas y, a veces, ni siquiera de identificarse. Es lo que se ha llamado la posverdad: en la cibercultura de la aldea universal todos somos escrutables, todos somos testigos, todos somos potenciales víctimas o verdugos y todos podemos escondernos bajo el espeso manto del anonimato. Ya no son necesarios hechos ni pruebas, eso se puede fabricar, al igual que la identidad de quien denuncia. "Big Brother is watching you" (El Gran Hermano te vigila) es el eslogan oficial en
1984, de George Orwell. Y quien ordena el mundo en
El castillo de Kafka es el Conde West West, salvo que el lector tiene todo el derecho, justamente, a sospechar que ese Conde no existe. Lo difícil de este asunto no es imaginarnos o no a la "agente Sabina" enviando informes al teniente Iván Bojikov, el oficial de seguridad que supuestamente la tenía a cargo, sobre "los centros ideológicos que conducen en Francia un trabajo de acoso contra Bulgaria y el campo socialista", como se lee en el expediente recientemente "revelado". Lo difícil es que imaginarnos eso ya no sea un ejercicio más o menos delirante de ficción literaria, sino una especulación sobre un hecho instalado en lo real, ¿existió la agente Sabina? ¿No existió? Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿quién de nosotros puede considerarse inocente?