Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), asesor letrado de la Corona en Asunción, espera su traslado a otro destino, ojalá la ciudad de Lerma, en Castilla, en algún momento del siglo XVIII. Así lo muestra la primera imagen: parado frente al gran río, mirando al horizonte por donde podría llegar la nave que lo saque de ese paraje húmedo y caluroso.
Zama lleva 14 meses sin ver a su esposa y a sus hijos y tiene una idea fija: "El gobernador me ha dicho que no falta mucho para mi partida". Zama atiende asuntos de nativos, reclamaciones de colonos, problemas de comercio, y lleva los libros del gobernador, que es quien debe escribir al rey para requerir su traslado. Pero a poco andar, el gobernador (Daniel Veronese) lo cita para informarle que es él mismo quien partirá hacia un nuevo destino. El de Zama quedará en manos de un nuevo gobernador.
El hecho es que a nadie le importa la urgencia de Zama. Excepto por su exaltación erótica, continuamente estimulada y amagada por las mujeres del lugar, Zama tiene un recíproco desinterés por lo que ocurre en Asunción, incluso por las imaginadas incursiones del despiadado bandido Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele). Zama vive en permanente repelencia con su medio.
Esta es otra de las dificultades que plantea el abordaje de una cinta como
Zama. La primera es la de cómo se filma un relato "de época" (aunque no estrictamente "histórico") sin incurrir en el manierismo ni en la total desaprensión por la verosimilitud.
Por si no bastara, este es el primero de sus cuatro largos en que la directora argentina Lucrecia Martel deja sus ambientes de clase media alta, sus protagonistas femeninas, sus guiones propios y su natal provincia de Salta. Después de nueve años de baja actividad, Martel ha regresado con una adaptación de la ya legendaria novela del mendocino Antonio di Benedetto, una especie de desafío total en su carrera fílmica.
Martel salva estos problemas manteniéndose fiel a su estilo ambiguamente subjetivo, con toques oníricos, que pone en primer plano la conciencia de sus personajes y deja en un espacio posterior -pero no ausente- los hechos objetivos, materiales. Ese sentimiento de extrañeza es reforzado, como siempre, por la extraordinaria audacia plástica de Martel (la cabeza de un caballo dominando una escena, la de una avestruz matizando otra, los colores fauvistas de la selva) y por una banda sonora que cabría llamar barroca si no fuera por esas melodías, de tono irónico, rescatadas de Los Indios Tajibaras, una ya remota banda de los años 1940.
Con estos instrumentos enfrenta un relato en el que ocurren pocas cosas, sólo la lenta pendiente del protagonista hacia la locura, alimentada por la espera sin tiempo de un traslado que no conmueve a nadie, una especie de Robinson Crusoe estancado en los pantanos de una civilización a medias. Una muy difícil empresa, salvada con el arrojo y hasta la ocasional grandeza de una cineasta que filma endemoniadamente bien.