La muerte del niño inglés Alfie Evans ha conmovido al mundo. No alcanzó a cumplir los dos años y desde diciembre de 2016 estuvo internado en el Alder Hey Children's Hospital, de Liverpool. Allí lo llevaron sus padres, Tom y Kate, de 21 y 20 años, cuando se manifestaron los primeros síntomas de una extraña enfermedad neurodegenerativa que lo mantuvo en un estado de mínima conciencia y conectado a un ventilador mecánico que lo ayudaba a respirar.
En diciembre pasado, el equipo médico llega a la conclusión de que no hay más que hacer y que conviene desconectar a Alfie para que pueda morir. Ante la negativa de sus jóvenes padres, que afirman que el niño reacciona ante su voz y les sigue con la mirada, el hospital recurre a los tribunales. Entre tanto, los padres han recibido una oferta del Hospital Bambino Gesù, de Roma, de acoger al niño y darle una chance para vivir. Piden al juez que les permita sacar a su hijo del país y viajar con él a Italia. El magistrado falla a favor de los médicos y ordena la desconexión.
Los padres no se resignan y recurren, sin resultados, a la Corte de Apelaciones y luego a la Corte Suprema del Reino Unido. Tampoco son escuchados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Durante el mes de abril, la carrera de Tom y Kate por salvar la vida de su hijo se vuelve frenética: interponen un
habeas corpus, insisten ante la Corte Suprema y el Tribunal Europeo. Tom viaja a Roma para entrevistarse con el Papa Francisco y el gobierno de Italia le otorga la ciudadanía al pequeño, para facilitar su traslado a ese país. Todo es en vano, la decisión médica se muestra fatalmente imbatible: el 23 de abril, el niño es desconectado del soporte vital, pero insólitamente no muere y, para escarnio de los "expertos", continúa respirando naturalmente. Vuelven los padres a insistir en que les permitan llevar a Alfie a Italia, y por enésima vez se les dice que no. Resignados, piden privacidad. Después de casi cinco días batallando por su vida, el pequeño Alfie fallece.
Son muchas las lecciones que podemos sacar de la breve vida de Alfie y de la admirable lucha de sus padres. Nos interesa destacar una: el inmenso poder que la cultura actual está concediendo a la medicina y a los profesionales que la ejercen. En el caso de Alfie, los médicos dictaminaron que su vida carecía de valor. Los jueces no se atrevieron a desafiar su opinión y estimaron que esos profesionales conocían el interés del niño mejor que sus propios padres. Con una obstinación rayana en la crueldad, ni siquiera les permitieron sacar al niño del hospital para llevarlo a otro centro médico que ofrecía acogerlo sin ningún costo para el presupuesto británico.
Son muchas las áreas de la vida social en las que, so pretexto de una mayor autonomía y libertad individual, se está terminando por dar la última palabra a los médicos. Hasta nuestra Ley de Aborto les encomienda decidir la muerte de un no nacido, y no solo en temas de salud, como el riesgo vital de la madre o la inviabilidad del feto, sino también en funciones jurisdiccionales: es el "equipo médico" el que debe establecer si el embarazo de la mujer ha sido producto o no de un delito de violación.
En estos días resurge en la agenda pública la legalización de la eutanasia. Nuevamente, la justificación es la autonomía individual: cada uno debe tener el derecho para decidir cómo termina su vida. No se advierte que se trata de un planteamiento excesivamente teórico y completamente irrealista. Al final, no es el paciente quien decide: son los médicos los que van a juzgar si una enfermedad o la sola vejez constituyen razón suficiente para considerar fútil una vida humana.
Como con Alfie, se justificará la decisión con la excusa de que esa muerte va en beneficio del anciano o enfermo. En verdad, habrán sido la ley y sus operadores médicos los que lo habrán empujado a adoptar esa "autónoma" determinación. El entorno médico, legal y social le habrá transmitido un silente pero nítido mensaje: si no pide la eutanasia, está empecinándose en vivir una vida sin sentido y -peor aún- una vida que estorba.