¿Será casualidad que la crisis de la Iglesia Católica vaya a parejas con la crisis de la Democracia Cristiana? ¿Casualidad que los obispos en vez de pastores parezcan ovejas desorientadas y la Decé parezca no tener guía intelectual?
Hay buenas razones para pensar que no, que nada de eso es casualidad.
Lo que ocurre a la Decé y a la Iglesia es que ambas instituciones, cuando son fieles a sí mismas y no se falsifican, se sienten incómodas en la modernidad.
El caso más obvio es el de la Iglesia Católica.
La catolicidad es una religión fuertemente atada al rito, a la participación en lo colectivo, a la subordinación del individuo a otro que lo guía, a la infantilización de sus fieles (si no, que lo digan las víctimas de Karadima); pero ocurre que hoy se ha desatado una fuerte individuación, que ha reemplazado las comunidades (esos grupos humanos cuyos miembros se sienten uno a través del rito) por individuos que eligen sus creencias.
Se ha configurado así una religiosidad electiva, más privada, menos ritual y más discursiva.
En una palabra, la religiosidad se ha protestantizado.
Y en un mundo como ese -más individual y más reflexivo, menos comunitario y ritual-, el empeño de la Iglesia por disciplinar a sus fieles en valores y formas de vida está destinado al fracaso.
La Iglesia debe escoger así entre seguir enarbolando sus creencias y sus prácticas, pero resignarse a ser de minorías, o, en cambio, relativizar sus creencias como única forma de seguir siendo una religión de masas.
El gesto del Papa (la ronda de perdón con las víctimas de Karadima) es una cuestión accidental en medio de esa encrucijada que la acompaña.
Nada muy distinto a la encrucijada de la Decé. Un breve rodeo histórico permite explicarla.
En la época de Frei Montalva, cuando recién nacía y se empinaba en el electorado, la Decé hacía una promesa que resultaba, después de todo, atractiva. Juraba que era posible eludir los dos extremos que entonces atenazaban la política y la imaginación colectiva. Era posible, decía Frei, con voz y acento de profeta, un mundo nuevo, como tituló uno de sus libros, un mundo en el que se realizaba una tercera vía. Puestos a elegir entre el extremo del capitalismo y el extremo del socialismo, la Decé ofrecía una vía intermedia. En esa vía, el trabajo cooperativo sería posible, se pondría límites al individualismo, y la dignidad humana y la justicia social pronto encontrarían un sitio en esta tierra. Esa vía intermedia ofrecía eludir, a la vez, la explotación y la extrema secularización de la vida; los rigores del capitalismo y el nihilismo, domesticar, en suma, la modernidad.
Era una utopía que decidió competir con las otras.
La Decé nació atada, pues, a una especie de utopía intramundana. Se trataba de la nueva cristiandad que proclamaba Jacques Maritain, a quien se leía entonces con fruición. La Nueva Cristiandad intentó hacer frente a los defectos de la modernidad, la inversión de los valores, el individualismo, la enajenación del trabajo. La Decé no se entiende sin la figura de Frei Montalva y Frei Montalva no se entiende sin Maritain y sin ese puñado de ideas, esa utopía, que le permitió a la Decé transformarse en un partido de masas.
El siguiente paso resultaba obvio. Como las utopías son inconmensurables entre sí, la Decé, al abrazar una que le confería identidad e inyectaba entusiasmo, se vio impedida de entrar en coaliciones y debió buscar el camino propio.
Ese fue el principio del fin del largo ciclo democrático que Chile vivió en el siglo XX. El desarrollo político del siglo XX giró en torno al centro político, a veces aliado con la izquierda, otras veces con la derecha. En todo el período solo una vez ganó la derecha (con Alessandri) y solo una vez la izquierda (con Allende). Pero cuando la Democracia Cristiana, fiel a la tercera vía que entonces enarbolaba, optó por el camino propio, la moderación del sistema político se vino abajo.
Es probable, por eso, que la culpa acompañara a buena parte de la dirigencia Decé durante la dictadura. Quizá ahí radica la porfía de la Decé de mantener su política de alianzas con la izquierda. Tal vez la sombra de la culpa la haya llevado a mantenerse como un partido de coalición a toda costa, incluso, al precio de falsificarse a sí misma consintiendo todo aquello a que la modernización la invita y abandonando lo que su inspiración ideológica aconsejaría (oponerse al aborto, favorecer la gestión comunitaria, etcétera).
Hoy día, para salvar su identidad (y seguir leyendo a Maritain) debe resignarse a ser minoría. Ese es el camino que ha elegido la ex senadora Alvear.
Ambas, la Decé y la Iglesia, padecen, en el fondo, los problemas de quien quiere abrazar las consecuencias de la modernidad (bienestar material), pero al mismo tiempo rechazar las premisas que la hacen posible (individualismo).
El resultado es obvio.
En uno de los artículos que escribió para la Stampa (y al examinar las tesis de quienes quieren mezclar cosas que son incompatibles), Bobbio relató alguna vez el cuento de una princesa que deseaba con fervor tener un animal con cabeza de león y cuerpo de cordero. Se le explicó que no era posible porque el león era un animal feroz y el cordero manso. La princesa caprichosa insistió y su padre logró, por arte de magia, conseguirle el raro animal. Pero duró poco. La parte del león se comió la parte del cordero.
Es la historia de la Decé y sus alianzas. Y es casi la historia de la Iglesia Chilena con la modernización.