Las redes sociales se han ido convirtiendo en una máquina de devorar contenido, y tal vez por eso su obsesión con las efemérides y los aniversarios, precisamente la clase de información que se puede compartir, repostear o retuitear sin culpa y sin parar. Haciendo un rápido repaso cinematográfico, en 2018 conmemoramos los 60 años de "Vértigo", medio siglo de "2001", cuatro décadas de "Manhattan" y "El francotirador", el cumpleaños 70 de John Carpenter, Jeremy Irons y Samuel L. Jackson, el centenario de Ingmar Bergman y la lista podría seguir y seguir, pero en honor de la brevedad, la detendré en mi hecho favorito de la temporada: los 100 años de André Bazin.
Para quienes ejercemos la crítica de cine, la persona de Bazin -cuyo centenario se celebró el miércoles recién pasado- debería equivaler a la de un santo patrono. Se trata del hombre que sentó las bases de la Teoría del Autor, la piedra de toque que contribuyó a pensar en las películas como obras de arte equiparables a un libro, una pintura o una obra arquitectónica; artefactos modulados por las preocupaciones de su creador, sea este un director, guionista, actor o quien haya influido con mayor y visible fuerza en su proceso de creación. Él no inventó esta idea de la nada -las bases al respecto se habían sentado desde principios de los años 20-, pero es la figura que más influyó en quienes serían los defensores definitivos del concepto: Truffaut, Godard, Rohmer y Rivette, los jóvenes críticos de la revista Cahiers du Cinéma que a fines de los años 50 iniciarían carreras cinematográficas que, trágicamente, su maestro no alcanzaría a conocer: Bazin murió de leucemia el 11 de noviembre del 58, con sólo 40 años de edad, al día siguiente de iniciarse el rodaje de "Los cuatrocientos golpes", filme debut de Truffaut, que -por cierto- sería dedicado a él.
Enmarcada así, es difícil separar su figura de una suerte de apostolado o santidad intelectual que lo ha vuelto un personaje algo inalcanzable. Es cierto, Bazin -que estudió para profesor, y luego se convirtió en académico, columnista de diarios y pionero en la fundación de cineclubes en París- fue el primero en reconocer y dar la pelea por el valor artístico del Neorrealismo italiano y entender que no solo era un movimiento de actores (Anna Magnani) y directores (De Sica, Rossellini) sino también de figuras más difusas e invaluables como el libretista Cesare Zavattini; tuvo la brillante intuición de relacionar las carreras de Charles Chaplin y Orson Welles; a él, de hecho, se debe la reevaluación de "Citizen Kane", a fines de los 40, cuando insólitamente Hollywood había comenzado a olvidarla. Fue un defensor a brazo partido del realismo fílmico y, sin embargo, se dejó llevar por el poder hipnótico y estético del plano secuencia (una toma que semeja el continuo de la vida pero que, a fin de cuentas, es pura ilusión). Visionario, a fines de los 30 apoyó la camaleónica carrera de Jean Renoir, cuando todos lo daban por un dilettante acabado. Y claro, sus mejores columnas no solo figuran entre lo más notable que la crítica fílmica haya producido jamás, sino al nivel de los grandes titanes de la crítica de cualquier género.
Pero Bazin es harto más que esa imponente estatua: adoraba los animales y las actividades al aire libre; era un sujeto intensamente social, entregado a la conversación, al debate y el disenso, pero también al cotilleo, gastar bromas y hacer el payaso; era un hijo de la cultura socialcristiana que permeó la Francia de los 40, pero no fue ciego a la duda y ruptura puestas en tabla por el naciente existencialismo; se dio el lujo de odiar a Hitchcock, probablemente a sabiendas que se equivocaba; amó con pasión a su esposa Janine, y ese fuego interior la convirtió en una legendaria paladín de la cinefilia mundial. Salvó al niño Truffaut del abandono paterno y la amenaza del reformatorio, volvió a salvarlo cuando el indolente chico se convirtió en desertor del ejército y lo hizo otra vez, al regalarle el sueño de crecer para convertirse un día en un buen hombre. Tal como él. Tal como André.