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Editorial
Jueves 22 de marzo de 2018
Justicia en beneficios carcelarios
La simplicidad del asunto desde la perspectiva de los derechos humanos contrasta con la complejidad que parece tener desde el punto de vista político
El fallido cambio de destino del penal de Punta Peuco, en las postrimerías del gobierno de Michelle Bachelet, vuelve a poner sobre el tapete la trascendencia política y humanitaria del problema que subyace a este bochornoso episodio. Por diversas razones, el gobierno pasado fue dilatando una solución humanitaria para los presos que padecen enfermedades terminales o se encuentran con sus facultades mentales severamente perturbadas. El obstáculo más serio para resolver este problema de carácter humanitario fueron las objeciones de algunas agrupaciones y sectores políticos que rechazan cualquier alternativa a la cárcel para quienes estén condenados por violaciones de los derechos humanos durante el régimen militar. Esto llevó al gobierno de Bachelet a presentar un proyecto de ley que contemplaba alternativas a la cárcel por razones humanitarias, pero exigiendo, en el caso de los condenados por delitos de lesa humanidad, requisitos adicionales para acceder a ellas, como declaraciones de arrepentimiento o el aporte de antecedentes nuevos en algunos casos. Con razón se ha criticado esta propuesta, con el argumento de que si la sustitución de la pena de cárcel se debe a razones humanitarias, entonces ella no puede subordinarse a la realización de actos meritorios y que, por otro lado, nadie puede ser obligado a lo imposible, menos aún a un acto que se asemeja a prácticas propias de regímenes totalitarios que consiste en arrepentirse de hechos respecto de los cuales la persona mantiene la convicción de su inocencia.
El intento de redestinar el penal de Punta Peuco a reos en situaciones especiales por sus condiciones de salud, en las horas finales del anterior gobierno, persistió en esa discriminación, ya que según ha trascendido los internos que ocuparían esas instalaciones solo podían al parecer estar cumpliendo condena por delitos comunes.
La simplicidad del asunto desde la perspectiva de los derechos humanos -que corresponden precisamente a todos los hombres y mujeres, con independencia de sus méritos y deméritos- contrasta con la complejidad que parece tener desde el punto de vista político. Esta complejidad deriva, entre otros, de la capacidad de presión de algunos de los grupos que se autodefinen como defensores de los derechos humanos, pero que solo consideran dignos de protección los derechos de quienes están o estuvieron a favor de determinadas opciones o, más concretamente, se encontraban de uno de los dos lados en conflicto después de la crisis institucional de 1973. Este fenómeno de polarización y monopolización de los derechos humanos no es exclusivo de Chile y se reproduce casi en los mismos términos en todos los países que han sufrido crisis similares. Las soluciones que estos países se han dado son diferentes, pero los únicos procesos exitosos son los que han sido capaces de superar las heridas, para dar paso al pleno reconocimiento recíproco de la personalidad y la ciudadanía.
El problema de los presos con enfermedades mentales o terminales es un terreno muy propicio para comenzar a practicar este reconocimiento recíproco, pues resulta muy evidente que ante estas situaciones extremas han de ceder todas las diferencias históricas, de interpretación y valoración sobre los sucesos pasados. Por el contrario, si el país no es capaz de ponerse de acuerdo para dar una solución humanitaria a estos problemas, estará sepultando por un buen tiempo las perspectivas de reconciliación en los aspectos más complejos. Estos son, pues, el momento y la materia propicios para que los líderes políticos ejerzan una labor de verdadera conducción, con miras a superar de buena forma una división histórica que sigue siendo un lastre importante para el desarrollo del país.