Montaigne se mofaba del bien común. Decía que este no es otra cosa que "la hermosa sentencia con que se amparan la ambición y la avaricia". Me temo sin embargo que la democracia no funciona sin compartir fines y límites comunes o, para emplear el término del filósofo Charles Taylor, sin contar con un "espacio identitario". La pregunta pertinente es cómo construirlo en esta nueva época.
La noción de bien común, entendida como aquellos fines que trascienden los intereses individuales o de grupos, de los que se derivan el orden de lo posible y de lo deseable, a la vez que el fin y el límite de la acción colectiva, ha perdido su obviedad. Esto explica la crisis que sacude a las élites, cuya autoridad reposa, justamente, en ser administradoras de un destino colectivo que se presentaba como un asunto fuera de discusión.
En ciertas épocas el bien común se derivaba de Dios y de sus intermediarios, tanto religiosos (los dignatarios de las iglesias) como civiles (los reyes). Las cosas se empezaron a complicar con la democracia: con ella es el pueblo, no Dios, quien define el bien común. La expansión de la ciencia dio un paso más allá: arrebató la definición del bien común de las manos del pueblo y sus representantes para entregársela al científico, al experto, o a un partido que encarna la razón y el conocimiento. Hoy todo indica que el poder de la democracia y de la ciencia como generadores del bien común está en entredicho.
Un fantasma que recorre el mundo es el cuestionamiento a la democracia representativa. Se critica la confiscación de la soberanía popular por los representantes, transformados en una casta que toma autonomía de quienes se supone deben encarnar. Lo mismo los partidos políticos, que en lugar de expresar a la sociedad ante el gobierno, se han vuelto entes que representan al gobierno ante la sociedad. Se objeta asimismo que la democracia, en vez de crear y ejecutar la voluntad general definida según la regla de la mayoría, se ha vuelto un sistema dirigido a proteger a las minorías, sustituyendo al mismo tiempo el debate sustantivo por una discusión de procedimientos.
La ciencia y los expertos no están en mejor pie. Sus paradigmas, leyes y pronósticos no despiertan la ciega confianza de antaño, y se les acusa de no prever ni controlar los riesgos que brotan de sus criaturas y que amenazan la vida del planeta.
Ha hecho bien el nuevo gobierno en llamar a buscar acuerdos sobre algunos temas críticos para nuestra convivencia. No es fácil, sin embargo, pasar de la intención a los hechos. Para tener éxito es preciso asumir que el bien común no cae desde lo alto, ni está ahí desde antes que nosotros, disponible para ser develado, descubierto o reconocido por unos pocos iluminados; él se forja en la tierra y debe ser trabajado, negociado y ensamblado entre quienes quieren vivir juntos bajo el mismo techo. Digamos que él es un acomodo antes que una revelación, una negociación antes que una imposición, un logro antes que un hallazgo; una progresiva y siempre inacabada composición antes que un milagro.