Una modesta cobertura tuvo en nuestra opinión pública el reciente discurso del presidente de la Corte Suprema, pronunciado a principios de mes y en cumplimiento del mandato legal que le ordena dar cuenta del trabajo efectuado por los Tribunales de la República durante el año 2017, de los asuntos que hubieren quedado pendientes, de las estadísticas del movimiento de causas y otros negocios de que ellos conozcan, como asimismo de las dudas y dificultades que hayan ocurrido en la inteligencia y aplicación de las leyes y de los vacíos que noten en ellas.
Y es que más allá de las sobresalientes cifras informadas en la audiencia pública, que en su conjunto revelan una disminución sustantiva en el ingreso de demandas y el aumento en la cantidad de asuntos resueltos por los distintos tribunales inferiores y superiores de justicia nacionales -exhibiendo con ello una significativa mejora en la gestión judicial-, volvimos a constatar la tímida reacción ante el insistente llamado del actual presidente del máximo tribunal y de sus antecesores, en orden a presionar para el destrabe en la paralización de la tramitación del proyecto de ley para un nuevo Código Procesal Civil.
El citado proyecto de ley figura hibernando desde mayo de 2014 en nuestro Senado, al haberse advertido por el gobierno de la Presidenta Bachelet, no a viva voz, por cierto, que la adecuada entrada en vigencia de ese nuevo cuerpo legal importaría la elaboración de proyectos de ley complementarios referidos a un nuevo modelo orgánico, el diseño de un esquema de ejecución, la regulación del arbitraje nacional, liquidación de comunidades y, por sobre todo, de la destinación de recursos que, o bien terminaron utilizándose en otras iniciativas, o bien fueron menores a los esperados luego de implementarse una reforma tributaria que no logró sus objetivos.
Lo anterior, no obstante que, tal y como se sostuvo en la cuenta pública rendida por el actual presidente de la Corte Suprema, tanto la ex Presidenta Bachelet (en el marco de su primer y segundo mandato) y el actual Presidente Sebastián Piñera (durante su primer gobierno y en las propuestas para el segundo) han subrayado sistemáticamente la importancia de concretar la mencionada reforma.
Es del caso que el abandono y postergación de esta iniciativa legal -con sus virtudes y defectos- contrasta con aquel ánimo de promover y resguardar la dignidad, los derechos e intereses de todos los chilenos, que nuestras autoridades se encargan de exteriorizar con una frecuencia que pareciera no obedecer a genuinas convicciones, sino más bien a fines instrumentales o electorales. No cabe duda alguna de que un proyecto como el paralizado por la Presidenta saliente favorece el acceso a la justicia de los ciudadanos comunes, beneficiará a las pymes en cuanto a su esperada agilidad y rapidez, fomentará la interposición de acciones judiciales destinadas al cobro de lo adeudado a ellas, descomprimirá el recargo actual de trabajo que pesa sobre nuestros jueces a causa de los juicios de cobranza sometidos a su conocimiento y fallo (que acaparan cerca del 90% de las causas en Santiago), promoverá la presencia y participación directa del juez en las distintas etapas del proceso, disminuirá los tiempos de respuesta jurisdiccionales, concretará -de mejor forma- los principios y directrices propias de un debido proceso (como el de inmediación, oralidad, impulso de oficio, entre otros) y adecuará, en definitiva, un cuerpo de normas legales moderno a la realidad nacional vigente y no a aquella imperante en 1903, año en que se promulgó el Código de Procedimiento Civil aún en vigor.
La llegada este año de nuevas autoridades de gobierno nos devuelve, como al presidente del máximo tribunal en su discurso, el optimismo de que el proyecto de ley para un nuevo Código Procesal Civil siga su curso y encuentre eco en las aspiraciones de tantos para un Chile más justo.
Benjamín García Mekis
Abogado