Fue a mediados del siglo XIX, gracias a los avances de la arqueología, cuando el mundo debió convencerse de que la arquitectura de la Grecia clásica nunca había sido blanca, como se había creído por generaciones a partir de la pureza abstracta de sus ruinas, sino profusamente pintada de los más variados y vivos colores.
Coincidió este increíble descubrimiento con una época de la humanidad en que, gracias a una explosiva globalización mercantil y a la revolución industrial que nos convirtió en un planeta de conspicuos consumidores de bienes suntuarios, dejamos de ser monocromáticos y nos trasformamos en gozosos cultores del color.
Hasta entonces, los pigmentos eran al vestuario, al arte y a la arquitectura lo que las especias y la sal a la gastronomía o los perfumes a la interacción social: un refinamiento y un lujo; es decir, un privilegio. La variedad de colores disponibles para usos decorativos era absolutamente limitada, y el hombre común vestía y habitaba una paleta de blancos, grises y marrones. La mayoría de los pigmentos eran terrestres y minerales, lo que explica el clásico repertorio de cal blanca y óxidos ocres y rojos en la arquitectura colonial. Ocasionalmente se podían lograr suaves azules y verdes extraídos de minerales menos comunes. Pero para conseguir pigmentos de colores potentes, como el púrpura o el rojo, era necesario recurrir a fuentes escasas y carísimas, provenientes de Asia menor y de América: piedras semipreciosas, sustancias botánicas, insectos o moluscos. El azul de ultramar, por ejemplo, se lograba con lapislázuli en polvo, y en Europa costaba su peso en plata (en Chile, por su abundancia, se ocupó hasta entrado el siglo 20 en la fabricación de baldosas y azulejos). Tal era la ostentación asociada al pigmento que, así como por el color de su vestuario, se podía reconocer la fortuna y el rango del propietario de un edificio o del mecenas de una obra de arte por el colorido utilizado.
Todo esto cambió de manera intempestiva cuando, en 1856, el químico inglés William Perkin logró sintetizar la primera anilina colorante, que fue nada menos que un intenso púrpura, hasta entonces reservado solo para millonarios por su costo estratosférico. Pronto siguieron todos los colores del espectro, económicos y disponibles para todo el mundo. Había llegado la liberación del color y, por lo tanto, del estilo y de la moda en las artes, la decoración, el vestuario y la arquitectura. Los tonos intensos habían dejado de ser un privilegio, las jerarquías sociales habían dejado de estar codificadas por pigmentos y el color, finalmente, había pasado a ser una cuestión de gusto, democrático y libre; nunca más de significación.