El reciente informe de la Fiscalía Judicial de la Corte Suprema sobre la situación de los privados de libertad da cuenta de una realidad que muchos países comparten, pero pocos priorizan. El decidido llamado del presidente de la Corte Suprema a sumar esfuerzos para mejorar estas condiciones es una manifestación elocuente de la importancia del rol de los jueces en la protección de los derechos humanos en nuestro país.
En el marco de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible aprobada por Naciones Unidas en 2015, uno de los objetivos de desarrollo trazados es hacer a las ciudades inclusivas, seguras, resilientes y sostenibles. Trabajar en esa senda supone justamente reflexionar acerca de un ícono de la segregación espacial: la cárcel, verdadera "ciudad dentro de la ciudad".
La formulación de este objetivo indica que "los desafíos urbanos comunes incluyen congestión, falta de fondos para proveer servicios básicos, escasez de vivienda adecuada e infraestructura en declive".
Pues bien, una mirada global a la situación de las cárceles en Latinoamérica nos lleva a apreciar que esos retos se proyectan nítidamente ante un sistema de prisiones sobrepobladas, con grandes deficiencias en materia de atención de salud, educación, seguridad (entre otros aspectos) y que solo dispone, en la mayoría de los casos, de edificaciones añosas o en deterioro producto de la falta de adecuada mantención.
En Chile, muchas de las cárceles fueron construidas en terrenos que -en el pasado- correspondían a la periferia, pero, con la expansión de las ciudades, ellas han ido quedando instaladas en el centro de estas. La paradoja es que, pese a estar insertas en el corazón de las urbes, muchas veces albergan asentamientos humanos que resultan excluidos del ejercicio de derechos fundamentales.
Evidencia reciente ha demostrado que vivir lejos de la ciudad puede ser una gran desventaja (revista Nature, enero de 2018). Dado que las cárceles son, como hemos sugerido, una suerte de "ciudad dentro de la ciudad", vivir en ellas es una desventaja respecto del desarrollo de capacidades, tanto por las condiciones de encarcelamiento como porque la propia privación de libertad supone la limitación de no pocos derechos, como lo ha puesto de relieve el informe del máximo tribunal.
Un ejemplo de grupo especialmente postergado es el de las mujeres privadas de libertad. Su posición de desigualdad se acentúa, pues ellas constituyen uno de los grupos más vulnerables y excluidos no solo de la comunidad penitenciaria, sino de la sociedad en general.
Las mujeres privadas de libertad en Chile (y en el mundo) representan una minoría invisibilizada. La desventaja en que se encuentran se refleja, primero, en que quienes ingresan a prisión presentan mayores índices de vulnerabilidad social que la población general. Segundo, en que las cárceles de mujeres son pocas y por ende es frecuente que estén recluidas lejos de sus familias, lo que refuerza su aislamiento. Tercero, en que el encierro las expone a vulneraciones de derechos y no hace más que aumentar los niveles de exclusión que presentan al inicio de su privación de libertad.
Lo anterior obliga al Estado a adoptar medidas que puedan corregir o atenuar esta desigualdad estructural, adoptando políticas de igualdad con enfoque de género.
Pero más allá de la situación desmejorada de las mujeres (también) en el contexto penitenciario, lo cierto es que avanzar hacia un desarrollo humano integral y sostenible supone pensar sobre la cárcel y sus habitantes. En el ámbito legislativo, ello implica dotarnos de un nuevo Código Penal en el que se racionalice el recurso a la pena de privación de libertad y se potencien las penas sustitutivas (mucho más efectivas en términos de reducción de la reincidencia). Y también importa adoptar una ley de ejecución de penas que permita superar los legítimos reclamos de inconstitucionalidad tanto formal como material que se han planteado en relación al Reglamento de Establecimientos Penitenciarios, que data de 1998. En efecto, se representa su inconstitucionalidad formal por el carácter de la norma en que se contiene -un reglamento y no una ley-, ya que con ello se infringe la reserva legal de afectación de derechos fundamentales. Por otra parte, se hace radicar su inconstitucionalidad material particularmente en las facultades sancionatorias de la autoridad penitenciaria y su falta de control, lo que a su vez trae aparejadas otras transgresiones del texto constitucional en relación con algunos derechos fundamentales.
Las medidas legislativas que se adopten debieran recoger los lineamientos del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, en cuanto a que la pena debiera tener por fin prioritario la reinserción de quienes cumplen una condena.
El informe de la Fiscalía de la Corte Suprema pone de relieve que la política penitenciaria de un país es un tema de Estado, del que nadie debe restarse.
Patricia Pérez Goldberg
Abogada