Hay ocasiones en que determinados acontecimientos exponen, como en un ejemplo, aspectos clave de la vida colectiva. Es lo que ha ocurrido en estos días con el reclamo de la Universidad Católica frente al protocolo que se refiere a la objeción de conciencia frente al aborto.
Para entender el alcance del problema, es útil detenerse en el sentido que posee la objeción de conciencia.
La objeción de conciencia es uno de los aspectos que revelan, con mayor elocuencia, el carácter de una democracia liberal.
Como la democracia consiste -al menos en una de sus dimensiones- en el gobierno de la mayoría, puede ocurrir que lo que la mayoría disponga violente las creencias minoritarias que orientan la vida de los individuos. En tal caso, ¿hay que obligar a esas personas a que traicionen su conciencia o hay que tolerar que desobedezcan la ley?
Una democracia liberal se inclina por la segunda alternativa.
Hay varias razones para ello, pero una de las principales es la libertad de conciencia (una de cuyas manifestaciones es la libertad religiosa). Como la libertad de conciencia exige no solo que las personas puedan creer lo que su discernimiento les indique, sino que además aceptar que guíen su vida conforme a esas creencias, una democracia liberal acepta, en principio, que los individuos puedan esgrimir su conciencia para apartarse de lo que la ley, que expresa la voluntad de la mayoría, dispone.
Pero como es fácil comprender, la posibilidad de esgrimir la propia conciencia para apartarse de la ley no tiene por objeto proteger un cuerpo de creencias (la católica, la de los testigos de Jehová o cualquier otra) sino que es una protección de la autonomía personal, una forma de garantizar que cada individuo pueda conducir su vida conforme a su propio discernimiento. Por eso -porque la objeción de conciencia protege la autonomía de las personas, de todas las personas y no solo de las que esgrimen su conciencia hay que agregar- es que ella no puede ser esgrimida si con ello se sigue daño a terceros. La objeción de conciencia se admite, y esta sí que es regla unánime, si es el caso que al desobedecer la ley no se infringe un perjuicio a terceros.
Y es que la objeción de conciencia tiene dos dimensiones: por un parte, es una protección de la autonomía, un reconocimiento por parte del Estado de una esfera de inmunidad individual y, por otra parte, un ejercicio de dignidad de quienes la esgrimen, una muestra de cuánto valor le asignan a las creencias que orientan su vida.
Lo anterior es muy relevante a la hora de evaluar la objeción de conciencia que se ha reconocido en Chile.
Por razones que no es del caso discutir aquí, se ha sostenido que bajo el derecho chileno se admite que las instituciones puedan esgrimir la objeción de conciencia. Es lo que ha invocado la Pontificia Universidad Católica.
La razón para admitir ese tipo de objeción es plausible. Si un grupo de personas se asocia voluntariamente para promover y proteger un cierto tipo de creencias, entonces es razonable que no se les pueda obligar a cumplir la ley si, salvado el interés de los terceros, lo que la ley dispone contradice sus creencias. En otros términos, la objeción de conciencia que se ha llamado institucional es una derivación de la objeción de conciencia individual. Se protege a las instituciones no porque ellas posean una realidad ontológica o una conciencia digna de ser protegida: se las protege en la medida en que son también una expresión de la libre asociación de individuos que, al asociarse, protegen y promueven aquello en lo que creen.
De lo anterior se siguen tres conclusiones que contradicen las pretensiones que la Universidad Católica ha manifestado: una, que la objeción de conciencia nunca debe ser admitida si al hacerlo se daña a terceros; otra, que la objeción de conciencia llamada institucional no debe invadir la autonomía de los individuos que forman parte de la institución; la tercera, que el deber del Estado es garantizar las dos anteriores.
Lo que por estos días se ha discutido entonces no es quién está a favor o en contra del aborto, sino cuál es el sentido que cabe asignar a las instituciones y cuál es el lugar que cabe, en la comunidad política, a las libertades individuales.
Porque una cosa es pretender que el derecho en Chile protege la identidad de una institución que defiende determinadas creencias y otra, muy distinta, es sostener que protege el derecho de los individuos -de todos- a creer lo que su discernimiento les indique.