La derecha chilena tiene, desde siempre, un grave déficit en su política internacional: su mirada no se dirige a Latinoamérica. Para ella, estar en este continente es una desgracia, una inevitable incomodidad. Me parece, sin embargo, que Sebastián Piñera aprendió que las cosas no pueden seguir así. El nombramiento de Roberto Ampuero, uno de los poquísimos políticos derechistas obsesionados con Latinoamérica, debe entenderse en este contexto.
La tarea más difícil del nuevo canciller es Bolivia. No por el carácter de nuestros vecinos y sus autoridades: el problema es nuestro, y tiene dos partes. La primera es que los chilenos no entendemos a los bolivianos, mientras que ellos sí nos conocen. Somos como esos izquierdistas que siguen explicando su derrota en diciembre pasado con categorías tan sofisticadas como la de "fachos pobres". Error fatal.
Creemos que Bolivia sigue siendo una atrasada e inculta, mala para el fútbol y pobre. Aún no vemos la extraordinaria transformación que ha experimentado ese país. De hecho, ha liderado el crecimiento en la región en los últimos años. No advertimos que Evo es un genio político (que comete errores de genio, como eternizarse en el poder) ni reconocemos el talento de Carlos Mesa, su archirrival y aliado en la estrategia contra Chile.
Pero la ceguera chilena no se agota en la incapacidad de entender al adversario. Tampoco comprendemos el juego en que estamos participando, ni sus reglas. Nos sentimos tan orgullosos de nuestros juristas, que pensamos que la Corte de La Haya quedará extasiada ante los tratados y demás armas legales que exhibiremos. Por desgracia, hace tiempo que las cosas son muy distintas. Nos guste o no, actualmente los tribunales internacionales son proclives a la justicia poética y nuestro legalismo del siglo XIX no les hace mella.
Poco a poco nos vamos haciendo a la desagradable idea de que la Corte de La Haya acoja buena parte de la demanda boliviana. Gozaremos con los alegatos que comienzan en marzo, pero es probable que finalmente tengamos que sentarnos a negociar "en serio" con ese país. Nos acompañarán toda suerte de observadores, que nos mirarán como a un gigante egoísta, que se niega a compartir con los vecinos unos metros de sus interminables playas. Mal futuro.
La mejor muestra de la incomprensión chilena del problema, es que insistimos en emplear estrategias equivocadas. El año pasado, a Chile no se le ocurrió nada mejor que demandar a Bolivia por el río Silala. Lo hacemos confiados en la letra de los tratados. Es una presentación "de carácter técnico", dijo en su oportunidad nuestra Cancillería. Evo sonríe y espera.
Mientras Chile se centrará en cosas como los 170 l/seg del río Silala, Bolivia invocará los valores ambientales y la cosmovisión de los pueblos ancestrales del Altiplano, una argumentación más entretenida, seductora y significativa, porque se trata de seres humanos y su entorno. Mientras nuestros juristas latean, Evo sacará la zampoña y dejará a todos los jueces bailando.
Además, el Silala es solo una pequeña parte de los problemas hídricos no resueltos con Bolivia; si nos llega a ir mal, quedaremos en una situación muy incómoda para afrontar los otros conflictos de aguas con ese país. Todo por haber insistido en la vía técnica y legal para resolver problemas en un campo donde impera la política, la equidad, la razonabilidad e incluso la estética.
La llegada de un nuevo Gobierno representa una posibilidad interesante para nosotros. Si Piñera busca darle un tono mucho más político a este segundo mandato, debe notarse también en las RR.EE. El programa presidencial señalaba expresamente la necesidad de abordar nuestros problemas con Bolivia con una mirada de "largo plazo": todo lo contrario de la práctica habitual de nuestro país en la materia. Ojalá se aproveche este aire fresco antes de que nos llegue el chaparrón de la sentencia que se dictará este año.
Más que insistir en la demanda del Silala y en otras estrategias legalistas que solo nos gustan a nosotros, es hora de conversar con Bolivia sobre el conjunto de los problemas no resueltos en materia de recursos hídricos. Hay que llegar a soluciones que no pasen por La Haya. Son más baratas, menos inciertas y nos evitan quedar en la situación que señalaba una lápida de un viejo cementerio español: "Aquí yace uno que tenía razón".