Tanto es lo que se intentó desesperadamente agitar la elección, como lo que la sociedad volvió a repetir -más allá del cambio al voto voluntario- que no está interesada en esta política, como la participación en esta elección indica. Pero la política sigue sorda, ensimismada: ocupada de sí misma. La mayoría de la sociedad reitera su desinterés. Y eso, se sabe, puede ser pasto para aventuras autoritarias de muy diversa especie.
Los candidatos menores desesperaron como nadie. Kast y MEO, por las bandas, acabaron con todo vestigio de responsabilidad política y aún así no consiguieron encantar. La salud de la democracia no es su desvelo. Pero el problema es más grande que ellos, que acaso son solo un síntoma más.
Visto de modo más reposado, lo cierto es que -lo remarcaba Agustín Squella hace unos días en El País- las transformaciones han sido más bien pocas y tibias, nada de retroexcavadoras, y los cambios que parecen venir con Piñera, a quien no le cuesta desembarazarse de compromisos circunstanciales como son los de campaña, tampoco parecen grandes giros, y están más apegados a Cieplan que a LyD.
¿Por qué semejante bulla, entonces? Una inflación ideológica dibujó una izquierda y una derecha feroces que al final no lo son. Buena parte de este ruido responde al pavor del desalojo laboral que desvela a unas burocracias concertacionistas, que convirtieron la afiliación política en un asunto de clientela laboral. Sus discursos se inflaman tanto como, del otro lado, Kast deleita con su imaginación sobre dilemas que solo importan a grupos minoritarios.
Y ahí aparece lo nuevo del panorama, y sus requerimientos. La hegemonía de la Concertación sobre la izquierda se confirma acabada, más allá de cualquier nuevo eslogan por venir. Lo mismo que, en la derecha, se alza la oportunidad de refundación, pero no a manos de uno de sus hijos más arquetípicos y "cavernarios" (puesto en los duros términos de un reciente ilustre visitante).
¿Llegó el tiempo de refundación real de los dos grandes bloques de la transición? Las formas en que la Concertación apeló a una versión de la igualdad reducida al Estado (sin que resolviera tal problema, por lo demás), así como en la otra banda se apeló a un ideal de libertad reducido al mercado (sin tampoco resolverlo), terminaron por deteriorar esos ideales como sustento cultural de la política. Especialmente los nuevos sectores sociales, los hijos de las transformaciones económicas e institucionales de la historia inmediata, no se sienten identificados en semejante clivaje.
La lucha política es siempre también una lucha por definir la concepción predominante de lo que se entiende por política. Por eso, el problema que queda planteado en los resultados de estas elecciones remite al agotamiento de los términos de la política fraguados en la transición a la democracia, en condiciones no solo políticas, sino sociales y culturales muy distintas. En lo inmediato, la responsabilidad política sigue urgiendo. La candidatura de Beatriz Sánchez asumió la necesidad de conectar con mayorías ajenas a esa política ensimismada; sin embargo, es cierto, no todo en el Frente Amplio brilla por la responsabilidad, no es ajeno a esa inflación ideológica, con discursos cargados de moral por el cambio generacional o una compulsión televisiva vacía. Es un dilema que también atraviesa al Frente Amplio, el riesgo de sacrificar su parto a manos de la decadencia política que le precede, y dilapidar una oportunidad histórica.
Es una disputa de los tiempos que vienen, pues si algo confirmó esta elección, es que la muerte de la Concertación -incluidos sus rótulos siguientes-, por larga que sea su agonía, ya está decretada, y una sociedad chilena hondamente cambiada requiere de la reformulación de esos idearios y de la construcción de nuevas estructuras políticas que los sostengan.
Carlos Ruiz