Los políticos buscan ilusionar al electorado con la posibilidad de efectuar grandes cambios sociales, cambios que ellos protagonizarían. Esa ilusión es la fuente del dramatismo que rodea a las elecciones actuales, cargando a la vida pública de una emocionalidad, conmoción y vitalidad inusuales, que contrasta con la capacidad real de llevar esos cambios a cabo.
Quizás, la variable que no se toma en cuenta es que el Estado, que en los últimos gobiernos socialdemócratas en Chile ha aumentado de tamaño, no ha aumentado proporcionalmente su poder, sino, al contrario, como producto de una tendencia global, lo ha disminuido.
Los políticos chilenos parecen creer que si logran capturar el poder del Estado, que se pone solo parcialmente en juego en cada elección presidencial y parlamentaria, se apropiarán, como en los años 60 del siglo pasado, de una maquinaria implacable, eficaz y precisa para transformar la sociedad en la dirección que ellos decidan.
La idea gongoriana de un Estado que es el configurador de la matriz de la sociedad es una de las hipótesis interpretativas más importantes y esenciales de nuestro pasado, pero no puede ser empleada para la interpretación de nuestro presente, en el que operan tantos nuevos factores extraestatales y paraestatales en la conformación de nuestro devenir social. No sería completamente irracional pensar que el Estado, siendo una institución histórica, quizás haya entrado en una fase decadente.
El caso del segundo gobierno de la Presidente Bachelet es un ejemplo paradigmático. Es imposible encontrar antes en nuestra historia republicana un gobierno que reuniera la suma del poder político estatal que ella y la coalición de partidos que la apoyaba consiguieron.
La líder del Gobierno y del Congreso estaba dotada de una fuerte convicción y firme voluntad de la conveniencia y oportunidad de esos cambios y había logrado que los partidos políticos victoriosos firmaran un programa de gobierno que detalladamente abarcaba los proyectos de ley, las políticas concretas, en cada una de las áreas del gobierno, que se tenían que poner en marcha para que esa transformación se llevara a cabo, la cual incluía una sustitución de la Carta Fundamental. Sin embargo, si se compara ese proyecto inicial con sus resultados, no puede sino advertirse una brecha gigante entre lo propuesto y lo logrado, brecha que algunos lamentan y otros celebran, pero nadie podría negar.
A pesar de la apariencia y la retórica, nada importante se pone en juego mañana. Es difícil de aceptar que estamos ya instalados en una época de modestia política forzada. El dramatismo electoral es solo un sucedáneo de la falta de auténticas conmociones que agiten el tedio y sopor social. Es por eso que las elecciones y sus participantes se parecen cada vez más a un espectáculo farandulesco.