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Editorial
Lunes 23 de octubre de 2017
Congreso a la medida
Cada cinco años, el ritual del Congreso del Partido Comunista de China (PCCh), que incluye un discurso del Presidente y los de otros importantes dirigentes, da la pauta de lo que será el quinquenio y de quiénes asumirán los más importantes roles políticos. En el de este año se ha visto la consolidación del poder de Xi Jinping, quien anunció una "nueva era" y se alista para continuar dirigiendo el país con mano férrea en los aspectos políticos y con una ambigua agenda económica que busca modernizar el "socialismo chino", sin incorporar demasiados elementos del mercado.
Los disciplinados 2.300 delegados al Congreso -que en las fotos, de pie, parecen soldados de terracota- deberán dar el visto bueno a las directrices que emanen de las más altas autoridades. Nadie duda de que lo harán, porque las discusiones, intrigas y luchas de poder no se dan en la sala de plenarios, sino en los pasillos y oficinas interiores. Ahí probablemente Xi ya dejó todo arreglado para que con esta reorganización el Comité Central, el Politburó y el Comité Permanente del Politburó tengan la composición adecuada para cumplir su programa.
Meses antes del Congreso, varios líderes con brillo propio fueron marginados del partido, e incluso algunos acusados de corrupción. El caso más emblemático es el de Sun Zhengcai, expulsado por "indisciplina", pero que durante el Congreso se dijo planeaba "usurpar el liderazgo del Partido y el poder estatal", una inédita imputación a un alto cargo. No es el primero que cae en una purga política, pero, en general, habían sido presentados como dirigentes corruptos, no golpistas.
Controlado el tema del liderazgo, los otros desafíos de Xi tienen que ver con los problemas económicos actuales (deuda pública y dificultades para sostener el crecimiento) y con satisfacer las demandas de una sociedad en rápida modernización, con aumento de la desigualdad. Esos son los mismos de cualquier país en vías de desarrollo, pero en China estas tensiones deben ser resueltas al interior del "socialismo con características chinas", uno que, según Xi, no sigue un modelo internacional, sino que tiene fórmulas propias.
Xi planteó que dedicará "gran energía a abordar los desequilibrios y las deficiencias del desarrollo, y mejorar la calidad y los efectos del desarrollo". Prometió "no cerrar las puertas al mundo" y apoyar a los empresarios, al tiempo que aseguró que expandirá el rol del partido en los negocios y fortalecerá las empresas públicas, un mensaje que parece contradictorio y que se deberá observar cómo se aplica.
En el frente externo, y a un mes de la visita de Donald Trump, Xi aseguró que llevará a China a "jugar su parte como una potencia mayor y responsable", a lo que se suman los anuncios para fortalecer las Fuerzas Armadas, que serán no solo las más numerosas, sino también más modernas y eficientes con las reformas implementadas y cuando terminen con la corrupción en las filas.
Algunos analistas consideran que la corrupción está tan enquistada en todos los ámbitos de la sociedad china que difícilmente será erradicada con la intensiva campaña de Xi, quien, sin embargo, ha insistido en que habrá tolerancia cero con los deshonestos. Los más escépticos consideran que, a lo más, Xi podrá con esta lucha purgar a sus rivales y mejorar, quizás, los estándares éticos. La libertad política no fue ni siquiera mencionada por Xi.
Encrucijada en la lucha en Siria e Irak
La recuperación de la ciudad de Raqqa por las fuerzas rebeldes sirias apoyadas por Estados Unidos es un gran triunfo de la coalición en contra de los yihadistas del Estado Islámico, que habían establecido su capital en ese lugar. La victoria marca un punto de inflexión en la lucha contra los combatientes islamistas, que ya sufren el desalojo de otros sitios ocupados y la derrota militar, pero estaría lejos de terminar con la amenaza terrorista en la región y en el resto del mundo.
Ahora surge también la interrogante de cómo terminará la guerra civil siria. Allí, además de la lucha antiterrorista, sigue el combate de los rebeldes -ayudados y entrenados por EE.UU. y sus aliados- que buscan derrocar a Bashar al Assad, apoyado por Rusia, Irán y el grupo chiita de Hezbolá.
La estrategia de los aliados ha sido diferenciar entre la lucha contra el EI y la de los rebeldes contra el régimen, ignorando a iraníes o rusos cuando operan contra el EI. El modus vivendi entre ambas coaliciones ha sido coordinar las fuerzas aéreas para evitar confrontaciones en el aire y bombardeos cruzados. Hasta ahora no han ocurrido incidentes graves, pero a medida que el EI sea diezmado, el conflicto entre rebeldes y Fuerzas Armadas sirias se intensificará, colocando a las potencias en bandos claramente contrapuestos.
Ocurre algo similar en Irak, donde las milicias kurdas que ocupaban la ciudad de Kirkuk fueron desalojadas por las fuerzas del gobierno iraquí apoyadas indisimuladamente por tropas iraníes. Las riquezas petroleras de la zona de Kirkuk, hasta ahora explotadas por los kurdos, la hacen una presa codiciada para Bagdad. El gobierno central mantiene una tensa relación con los kurdos, que hicieron un referéndum de independencia -ampliamente rechazado por la comunidad internacional- que si bien no era vinculante, estaba dirigido a mostrar su rechazo al dominio chiita.
Estados Unidos no parece tener un plan de salida política del conflicto, ni ha mostrado interés en presionar por negociaciones o diálogos entre las partes. En la medida que los triunfos militares aumenten, será más necesario llegar a acuerdos políticos, tanto en Siria como en Irak.
La influencia de Rusia y la de Irán son cada vez mayores, mientras la diplomacia de Washington está ausente. Libia tras Jaddafi e Irak en 2003 son precedentes nefastos de lo que puede pasar si no hay un plan para el posconflicto en zonas estratégicas.