El mes pasado estuve en Puerto Cisnes, ciudad-puerto de 5 mil habitantes ubicada a 200 km al norte de Coyhaique. Estuve dos días y nunca dejó de llover. "No ha parado desde enero", me contaba una pareja de edad, propietaria del supermercado donde compré una excelente cerveza artesanal fabricada ahí mismo. "El frío se soporta, pero la lluvia aburre: ¡siempre con la misma ropa!", dijo la señora. Sueñan con irse a La Ligua; por el clima.
Fui a Coyhaique a compartir con los académicos de la Universidad de Aysén y aproveché el fin de semana para visitar este lugar medio mítico que había visitado hace veinte años. Debo haber sido el único afuerino. Me instalé en una cabaña, con un frío que pelaba los huesos. Fui a comer al único restaurante abierto, situado sobre la costanera. Éramos pocos: un tipo solo que miraba su
smartphone, una pareja joven con un niño, un grupo de mujeres de apariencia local que conversaban sin parar, la mujer que supuse era la dueña del restaurante y un tipo de unos 50 años sentado al lado de la salamandra. Comí un congrio a la plancha con papas al merquen mientras leía La literatura nazi en América de Bolaño, sonriendo de vez en cuando ante su ingenio malévolo y desbordante. Cuando salí del restaurante me encontré de sopetón con el tipo de la salamandra. "Contigo, Eugenio, quería hablar", me dijo en un tono desafiante. "¿Si?; ¿de qué se trata?", le respondí sorprendido. "Quiero que me respondas por qué hundieron a la revista Análisis y a los medios antipinochetistas durante la transición". Lo que me faltaba, pensé: estar ahí, en Cisnes, a mil trescientos kilómetros de Santiago, y destinar la noche a esto. Le respondí algunas obviedades y traté de inquirir quién era y qué hacía ahí. Era periodista, de Santiago, y estaba reconstruyendo un lodge . Habremos hablado unos 30 minutos, y en tal lapso jamás emitió un juicio positivo sobre algo. ¿La transición?: traición. ¿Las salmoneras?: explotadoras. ¿La gente de Puerto Cisnes?: borregos sin conciencia política. ¿Los jóvenes?: vendidos al sistema. Pura hiel. Para provocarlo le mencioné la impresión que me había causado la vía recién pavimentada que une a Cisnes con la Carretera Austral. "Sí, me dijo, pero como no hay señal de celular la gente se accidenta y no tiene cómo avisar". Era demasiado. Él quería seguir, pero partí a dormir.
Pasé el día en el Parque Queulat. En la noche regresé al mismo restaurante. Temía encontrarme con el mismo tipo, quien seguro querría continuar con la conversación, pero no se divisaba. La vez anterior me había atendido una muchacha tímida, que hablaba echándose hacia atrás, como arrancando. Ahora lo hacía una mujer de unos 40 años, de anteojos, que seguía rigurosamente el protocolo. Hablaba con un marcado acento extranjero. "¿De dónde viene"?, le pregunté. Era venezolana. Había llegado a Chile hace quince días, y hacía tres que estaba en Cisnes. "¿Cómo llegaste acá, al fin del mundo?", le dije sorprendido. "Estaba en Santiago trabajando, y se me acercó la dueña del restaurante a invitarme. Y me vine. Soy de una ciudad pequeña, Mérida, y Santiago me pareció muy grande y hostil. Este es un buen lugar para vivir y criar a mis dos hijos. Espero traérmelos pronto". Esta vez probé la merluza, que estaba aun mejor que el congrio. Al momento de pagar no me contuve y le pregunté que hacía en Venezuela. "Trabajaba en PDVSA (la petrolera estatal) en la faja petrolífera del Orinoco. Soy ingeniera química con un magíster en procesos".
Al dejar el restaurante estaba otra vez el periodista esperándome. Pero esta vez me escabullí y no le dije nada. Mejor que hable con ella, pensé.