La desnuda roca del cerro Santa Lucía estuvo siempre en el derrotero de los santiaguinos ociosos que subían con esfuerzo a su cima y disfrutaban de las vistas sobre la ciudad. Así lo confirma una serie de testimonios, representaciones panorámicas y planimétricas. Vicuña Mackenna también trepaba al peñasco en su infancia para hacer la cimarra, según sus propias confesiones. Quizás la motivación principal de su proyecto de transformación fue, precisamente, construirle una accesibilidad urbana a la cima; como él mismo decía, hacer del peñón una "plaza aérea".
Con más tesón e inventiva que recursos técnicos, se esculpió en la piedra la cuesta principal, cuyo diseño original buscaba evitar el cruce y cambio de sentido de los carruajes. La suavidad y comodidad que ofrecían los nuevos modelos de coches dictaba la pauta de una forma moderna de recorrer el cerro. Quedaba así tejido en continuidad y materialidad con las calles de la ciudad. Sin embargo, intentando hacer un paseo democrático -como se decía, "para la gente de a pie"-, Vicuña Mackenna irrigó con obstinación el peñón, dotándolo de una red de senderos y escaleras, cada uno con su nombre y su carácter. Previó también una serie de miradores y balcones, y para qué decir la cantidad de estatuaria y jarronería que dispuso hasta la saturación. Cuando nada más cabía, solo ahí consideró el proyecto terminado.
144 años de sismos, vandalismos y otras precariedades se han hecho sentir en el paseo. No queda ni una décima parte de la ornamentación original, han desaparecido balcones y fuentes, y gran parte de la red de senderos está clausurada, a medio paso del derrumbe total. Hoy, los jardines florecen gracias al esmero municipal, y proyectos para la explanada frontal y el castillo Hidalgo demuestran que el lugar sigue en la agenda. Sin embargo, se requiere acometer un proyecto de profunda restauración y reparación, con recursos del Estado, como amerita la memoria de un proyecto que fue modelo de modernización urbana para la nación y la región. Nos quedan seis años para hacerlo, antes de que debamos celebrar ciento cincuenta de desidia y deterioro.