Las campañas políticas, especialmente las presidenciales, son un momento privilegiado de deliberación acerca de nuestra convivencia. Coaliciones y candidatos, aún más con voto voluntario, están desafiados a convencer que Chile puede ser mejor de lo que es, que la actividad estatal puede mejorar el modo en el que convivimos y también las vidas de cada persona, partiendo por los más pobres.
¿Prenderá esta campaña en ese sentido? ¿Lograremos deliberar y alcanzar al menos claridad colectiva acerca de los problemas que nos aquejan? Por ahora, el debate asoma más centrado en la persona de los candidatos que en sus propuestas; parece importar más la personalidad y trayectoria de él o la abanderado(a) que sus coaliciones y proyectos.
Una explicación de este fenómeno de personalización de la campaña radica en que ofrecer esperanzas en una nueva presidencia brega en contra de un nivel de descrédito de la actividad política nunca antes conocido, aunque paradójicamente el optimismo esté instalado en el futuro de las vidas personales y en la de los hijos.
Por ello, los candidatos no necesitan generar optimismo, sino no defraudarlo. De allí que la confianza y la credibilidad que genera cada candidato, la coherencia en el registro de sus propias historias, vaya a jugar un papel tan central en los resultados.
Otra razón radica en el descrédito de los partidos. Guillier tal vez no se equivoca electoralmente al insistir en su independencia, tomar distancia de los que lo apoyan, afirmando no ser el papito de nadie y conminarlos a solucionar sus diferencias por sí mismos; renegando así de la posibilidad de liderar su coalición, lo que le exigiría adoptar decisiones difíciles en torno a candidaturas parlamentarias. Pero, como prueba el reciente gobierno, sin ese liderazgo del abanderado o del Presidente las coaliciones difícilmente sobreviven.
Otra causa no menor es que la gente ha decidido meter a todos los políticos en un mismo saco, a un mismo tiempo que su adhesión a partidos y coaliciones se ha hecho cada vez más tenue, incluso entre los votantes más leales, como prueba el debate acerca del aborto en la derecha. En ese pantano, diferenciarse pasa a ser más una cuestión de personalidad que ideológica.
El problema no deja de ser preocupante, pues el salto que dimos en los últimos 27 años en ingreso per cápita, disminución de la pobreza, y hasta, aunque insuficiente, en desigualdad económica, debe atribuirse en proporción importante al ejercicio de liderazgo presidencial en coaliciones capaces de sostener políticas públicas en el tiempo.
Eso ya no es más así, al menos en la centroizquierda. El ejercicio del poder la desgastó y hoy, dividida en tres bloques, ahonda desavenencias y heridas que van dejando manifestaciones de despectivo desprecio por lo que antes logró unida, incluso en cuestiones tan preciadas como lo fueron las Comisiones de Verdad en materia de derechos humanos. En esas condiciones, se percibe lo difícil que será volver a aglutinarse entre primera y segunda vuelta en un proyecto común, coherente y creíble. Eso es lo que hace que una fuerte mayoría piense que Piñera va a ser el próximo Presidente, aunque su apoyo esté lejos de avalar la idea de una carrera corrida.
Una campaña personalizada, aunque, menos mal, no una competencia entre caudillos populistas, puede ser un buen espectáculo, digno de observarse, pero no es atractiva convocando. En este escenario, el elector se sitúa más como espectador que como actor de una contienda de otros. No entra a la cancha, sino que observa cómo en ella se despliega la disputa entre quienes moteja como la "clase política". La democracia necesita y se nutre de acción colectiva. Por ello es que valga la pena insistir en que los esfuerzos de mostrar empatía y cercanía no son sinónimo del liderazgo político capaz de conformar coaliciones, condición necesaria de una mejor política.