Lo corriente es ir a regiones por pocas horas, justo lo necesario para asistir a la reunión o la conferencia, siempre urgidos por regresar a algo que nos espera en Santiago, como si esto fuera de vital importancia o no pudiera prescindir de nuestra presencia. Esta vez no. Cumplidos mis compromisos, me di tiempo para recorrer sin otro plan que ver y sentir este Chile tan distinto al que transcurre en la capital. Estuve en La Chimba, pasé por Sierra Gorda, me alojé en Antofagasta y San Pedro de Atacama, visité Toconao, Socaire y Talabre. Recorrí Penco, Lirquén, Tomé y me hospedé en Concepción. Dormí en Coyhaique y Puerto Cisnes, pasando por Villa Maniguales y Villa Amengual.
En estos recorridos, que me llevaron desde el desierto luminoso a la lluviosa oscuridad del sur, conversé con mucha gente. Esto me permitió ratificar algo que sospechaba: que los chilenos estamos profundamente divididos. No es la división entre ricos y pobres, entre izquierda y derecha, entre religiosos y laicos, entre viejos y jóvenes, entre regionalistas y centralistas. La división que nos separa es más profunda: es entre orgullosos y resentidos, entre optimistas y pesimistas, entre conformes y amargados.
En el vuelo de regreso desde Balmaceda venía a mi lado un señor con el rostro radiante, que se paraba constantemente para conversar con conocidos ubicados en asientos distantes. No resistí la curiosidad y le pregunté de dónde venía. "De la laguna San Rafael", me contestó. Estaba maravillado. "Ahora me preparo para ir a Isla de Pascua en diciembre", agregó. "¿Y cómo lo hace", le pregunté con cierto tono de sospecha. Me contó que al jubilar después de trabajar 40 años como administrativo en un servicio de salud del Estado recibió un bono bastante suculento. Decidió con su señora usar parte de estos recursos en conocer Chile, invitando a sus hijos y cuñados. Este era el segundo viaje del año: el primero había sido al norte. Volvía orgulloso por poder apropiarse de un país que solo conocía por los reportajes de la televisión, y por la posibilidad de compartir esta experiencia con sus cercanos.
Mi compañero de asiento era, como yo, del bando de los orgullosos. Ambos volvíamos emocionados por la belleza, los contrastes, la epopeya y el heroísmo de los compatriotas que viven y producen riqueza en esos lugares inhóspitos y misteriosos. No sé en su caso, porque no lo conversamos, pero en el mío regresaba además impresionado de la inversión que hace el Estado para mejorar la dura vida de esos chilenos, lo que se traduce en relucientes carreteras, caletas, viviendas, escuelas, gimnasios, consultorios y hospitales.
Pero en estos viajes también me topé con militantes del otro bando, los que ven siempre el vaso medio vacío. Uno de ellos me llevó a recorrer la costa norte de Concepción. Gestionaba desde su auto una flota de vehículos que prestaba servicios a un encuentro empresarial de la región. Su padre había llegado desde el Alto Biobío a bordo de las balsas en que se transportaba la madera por el río hacia la costa. "Que impresionante la carretera", le comenté. "Sí, pero fue hecha para servir a las empresas", me respondió. "Qué lindo el hospital", le dije en Penco. "Sí, pero no tiene médicos y los pocos que hay se la pasan en el casino", me observó. "Pero Ud. se ve que ha progresado", le señalé con el afán de provocarlo. "Sí, pero lo que tengo lo he logrado a pesar de los políticos", me replicó secamente. Al final nos reíamos, pero no hubo manera de sacarle por un segundo los anteojos negros con los que veía el mundo que lo acogía.
No quiero concluir diciendo que unos están en lo correcto y los otros no. Estamos divididos en dos bandos, y los dos tenemos buenos motivos. Así de simple.