Los ejércitos estaban en perfecto orden. De un lado, el batallón del aborto triple, capitaneado por Girardi; junto a él, los partidarios del aborto humanista cristiano, comandados por Ignacio Walker. Frente a ellos, los escuadrones de quienes piensan que la vida inocente es intangible, que jamás se puede dar a un ser humano el poder de disponer sobre la vida de otro.
El combate fue duro y peleado. El dramatismo crecía por momentos. Una jugada de un par de zorros viejos casi deja fuera la primera causal. La tercera se aprobó por un pelo. Para darle todavía más emoción, hubo personas que cambiaron de bando. Ganadores y perdedores terminaron agotados. Unos se fueron contentos, para otros fue la derrota más dolorosa de sus vidas, pero se marcharon con la conciencia de haber hecho todo lo que estaba de su parte. Y que, al menos esta vez, nunca en el futuro alguien podría reprocharles el haber hecho oídos sordos al sufrimiento inocente.
En esta batalla pelearon todos: con pasión, dureza, convicción, responsabilidad, confianza, nobleza y gallardía. Solo faltaba uno. Únicamente un senador se había negado a dar la cara en la votación más importante desde el retorno de la democracia.
¿Dónde estaba el ausente? No estaba en el extranjero. Ese había sido el caso del senador Ossandón, que viajó 25 horas para poder estar ahí en ese momento. Tampoco estaba enfermo: nuestros senadores gozaban de buena salud ese día, salvo Horvath, que fue a votar enfermo: ni siquiera podía hablar.
Nuestro senador estaba simplemente escondido. Al parecer, estaba al aguaite para ver cómo votaba Lily Pérez, para presentarse a la sala solo en el caso de que su voto fuese intrascendente. Quizá fueron otros los motivos. El hecho es que estaba en el edificio del Congreso, pero como está una lámpara, o con el protagonismo de una silla. Su opinión pesaba lo mismo que la que podría haber tenido una laucha que por esas horas correteaba por los pasillos de la fea construcción que es la sede de nuestro Poder Legislativo.
¿Y dónde había puesto su morada nuestro senador, el escabullido?
En el lugar más solemne que cabe imaginar: el Salón de Honor del Congreso Nacional.
El senador de mi tierra, la Región del Maule, había elegido un sitio lleno de simbolismo. Allí el General Augusto Pinochet entregó la banda presidencial a Patricio Aylwin. Allí los presidentes rinden, año tras año, cuenta al país, ante el Congreso Pleno. En ese lugar, que expresa el deber que los políticos tienen ante el pueblo, han hablado a nuestros parlamentarios muchos visitantes ilustres. Ese espacio simboliza toda la responsabilidad republicana.
Por si alguien tuviera alguna duda, el arte viene a recordar su importancia, porque en el pórtico del salón está la obra "La gente mira", del escultor Félix Maruenda. ¿Qué mira la gente? La forma en que se gestan las leyes que gobernarán nuestras vidas. Se dice que la gente mira, porque se habla frente a Chile. Las personas que tienen un lugar en esos sillones están allí porque el pueblo ha confiado en ellos. Como ese senador, que está allí representando al Maule Sur.
Mientras los otros debatían, el senador se ocultaba. Mientras todos daban la cara y se hacían responsables ante el país, ante esos niños que están en gestación o esas madres que pasan por momentos dramáticos, verdaderamente terribles, porque han sido violadas, o porque ese hijo que tanto esperaron viene con una enfermedad que no le permitirá vivir, nuestro senador jugaba a las escondidas.
¿Qué habrá pensado en esos momentos? ¿Se habrá cuestionado, quizá, el sentido de su vocación política, cuál es su responsabilidad ante sus electores, el resto del país y la historia?
Nada de eso sabemos. También ignoramos por qué eligió precisamente ese lugar para eludir su sagrada responsabilidad. En ese gigantesco edificio había muchos lugares para esconderse si uno tiene miedo. Ese senador eligió el peor de todos, porque por algo se llama Salón de Honor.